Paula Chaves era la hija de Amalia Chaves, una antigua estrella de Hollywood que en verdad nunca había llegado a brillar. En su juventud, Amalia había perseguido el sueño de convertirse en una gran actriz, e incluso había llegado a trabajar en Hollywood, pero no había tardado demasiado en retornar a casa con un regalo inesperado bajo el brazo: su hija. Tras negarse rotundamente a hacer pública la identidad del hombre que la había dejado embarazada y confiar a sus padres el cuidado de su pequeña, Amalia volvió a huir para buscar de nuevo la fama que siempre había perseguido, olvidándose de todo lo demás, por lo que Paula finalmente había vivido con sus abuelos y su tío encima del bar que éstos regentaban mientras su ausente madre nunca tenía tiempo para cuidar de ella o estar a su lado.
De vez en cuando, Amalia regresaba a casa para traerle algún regalo que finalmente se convertía en una nueva decepción para ella, ya que con sus presentes su madre únicamente le demostraba que no conocía sus gustos y que tampoco se tomaba la molestia de averiguarlos: caros maquillajes, vestidos de última moda, altos tacones y llamativos accesorios le revelaban a Paula que su madre solamente pretendía que fuera como ella y se pusiera ante la cámara, sin comprender que la pasión de Paula siempre la llevaría a estar detrás.
Sin embargo, con el paso de los años, Amalia fue dándose cuenta de lo diferente que era su hija de ella y poco a poco se fue distanciando más de Paula, ya que no sabía cómo tratarla.
Mientras que Amalia era una imponente rubia teñida de treinta y siete años con unos impresionantes ojos azules y un cuerpo de infarto que siempre iba a la moda, a sus dieciocho, Paula era una desgarbada morena medio miope a la que le gustaba vestir como a una abuela, con anchos jerséis y faldas largas de oscuros colores. Sus hobbies no eran las fiestas estridentes, sino los relajantes libros, y ella no quería perseguir un sueño tan alocado como el de su madre de ser actriz, sino que quería llegar al estrellato detrás de las cámaras, siendo testigo de cómo cobraban vida sus personajes y cómo sus guiones llegaban a miles de personas que, aunque no la vieran a ella, sí verían su historia.
A Paula le apasionaba el cine, y aunque no le gustaba actuar, sí le encantaba el maravilloso mundo que se encontraba detrás de la cámara y que nadie veía: la dirección que daba lugar a esas maravillosas escenas de las películas que quedaban grabadas en el recuerdo de muchas personas; los diferentes decorados y su asombrosa organización, que hacían posible que los espectadores creyeran que ese mundo que sólo existía en la pantalla era real; el maquillaje, que transformaba a los actores en sus personajes, dándoles alas para representar los distintos papeles…
Por la fascinación que sentía por todo ese mundillo, la carrera de Paula no se había dirigido completamente hacia las letras, como podría haber sido una licenciatura en literatura, sino hacia el cine, porque pensaba que para poder escribir buenos guiones primero tenía que conocer todo el proceso que rodeaba el acto de filmar una película.
Su vida estaba perfecta y adecuadamente planificada: ese año, en el que Paula comenzaría la universidad, cursaría Arte Dramático y se especializaría en dirección. Y, cuando terminara, haría un curso de guionista con prácticas en algún importante estudio de cine que vería su valor a través de sus escritos.
A lo largo de ese primer año, que empezaba con emoción, Paula se cruzaría con personas que, como ella, perseguían la estrella del éxito.
Algunos llegarían a brillar como actores, otros como magníficos guionistas, escenógrafos o incluso productores. Paula y sus compañeros estudiarían los pormenores de la televisión, el cine y el teatro, y luego cada uno establecería su propio camino.
Después de que Amalia oyera las palabras «Arte Dramático» junto al nombre de su hija, volvió a casa, ilusionada con la idea de que finalmente ambas se parecieran en algo. Pero, con un único vistazo a los desgastados vaqueros y la vieja camisa que conformaban la indumentaria de Amalia, se volvió a desilusionar. No obstante, en esta ocasión no volvió a marcharse y se quedó. Tal vez porque después de tantos rechazos Amalia había decidido emprender una nueva carrera y buscar el talento que ella no tenía en otros individuos a los que intentaría hacer brillar como ella nunca lo había hecho.
Paula se negó en redondo a ser uno de los conejillos de Indias del nuevo proyecto de su madre, una agencia de talentos. Pero, a pesar de librarse de los castings, las cámaras y el cambio de imagen que su madre le proponía, no pudo escaparse de ayudarla a encontrar a algún incauto con el que Amalia se olvidara de experimentar con ella. Sobre todo cuando su madre la llamaba en cada uno de sus descansos, no para preguntarle cómo le iba el día en la universidad, sino para insistirle en que le encontrara a un actor maravilloso que, por más que buscaba, ella nunca conseguía hallar.
—¿Has dado ya con un chico guapo para mí?
—Hola a ti también, mamá. Gracias por preguntarme cómo me ha ido el día —ironizó Paula, recriminándole lo poco que se interesaba por ella, para luego proseguir irónicamente—: ¿No crees que, a tu edad, un joven universitario es demasiado para ti?
—Sabes muy bien que lo quiero para mi trabajo, no para mí, pero si no encuentras a nadie para mi nueva agencia siempre podemos volver al plan original y llevarte a ti a los castings después de hacerte un cambio de imagen. Créeme, cariño: de rubia estarías divina y…
—No me amenaces, mamá —contestó Paula. Y, tras proferir un desalentador suspiro por las descabelladas ideas de Amalia, anunció—: Aún estoy buscándolo.
—Tiene que ser guapo, atractivo, encantador, de palabra fácil y que resplandezca ante la gente —dijo ella, haciendo que Paula pusiera los ojos en blanco por el improbable milagro de que apareciera ante ella ese dechado de virtudes.
Pero, justo entonces, como si alguien quisiera burlarse de ella, el hombre de los sueños de su madre apareció ante su vista, haciendo imposible ignorarlo, ya que pasó por su lado una y otra vez, y otra, y otra… O bien ese hombre se había perdido mientras buscaba los baños, o bien pretendía llamar su atención.
Era como si a ese vanidoso actor no le bastara con su horda de admiradoras y necesitara que todas las mujeres de los alrededores fijaran la vista en él. La mirada crítica de Paula siguió esa penosa actuación, que, por lo visto, iba dirigida a ella. Y cuando sus ojos se cruzaron con los de ese hombre, él, decidido a entrar en escena, se dirigió hacia su mesa.
—Mira por dónde has conseguido captar toda mi atención —susurró Paula. Y, mientras lucía en su rostro una maliciosa sonrisa, le preguntó a su fastidiosa madre, que no dejaba de importunarla esa mañana—: ¿Te vale un hombre de esas características aunque no sea muy buen actor?
—Sí, por supuesto. Si es malo, le daremos clases de interpretación, porque actuar es…
—Mamá, cuando le entregue la tarjeta no quiero que me vuelvas a incordiar —apuntó Paula, interrumpiendo el interminable discurso de su madre, que ya se sabía de memoria.
—Sí, pero recuerda comentarle que lo voy a convertir en un actor famoso, que usaré mis contactos para que obtenga buenos contratos y que lo haré llegar a la cima —dijo Amalia, como siempre, exagerando en su interpretación.
—¿Alguna mentira más con la que atrapar a ese incauto? —ironizó Paula, sabiendo que esa agencia de talentos solamente era uno más de los sueños de su madre que apenas acababa de empezar, los que, en ocasiones, no llegaban ni a despegar.
—Tal vez podrías utilizar tus encantos y…
—No tengo ningún encanto, mamá —la interrumpió, recordando un importante punto que Amalia había olvidado al encomendarle esa tarea.
Luego, simplemente colgó el teléfono mientras observaba con ojo crítico la actuación que ese vanidoso actor podía llegar a efectuar, tanto fuera como dentro del escenario.
Pedro Alfonso se aproximaba a ella caminando despacio, pavoneándose entre las mesas, mostrando a su paso que era el sueño de cualquier mujer, algo que, al parecer, incluía a su madre, aunque no a ella, que golpeaba impaciente con los dedos sobre la mesa mientras se preguntaba cuánto tardaría ese hombre en llegar hasta ella cuando sólo tenía que dar cuatro pasos más.
Finalmente, en el momento en que Pedro se acercó a su mesa, Paula lo descolocó por completo después de que levantara las manos al cielo y exclamase molesta:
—¡Al fin!
Pero él no tardó en volver a improvisar su papel, uno que, para desgracia de la chica, había decidido ensayar con ella sin saber que Paula estaba más que harta de las actuaciones falsas.
—Hola, cielo, soy Pedro Alfonso —dijo esperando que con sólo pronunciar su nombre ella cayera rendida ante él como todas las demás chicas que lo alababan.
—Pues vale, me alegro de que te sepas tu nombre.
—Tal vez me conozcas de cortos como Barreras de amor, Cielos nocturnos o Pecados al anochecer —insistió el actor sin poder creerse que sus encantos fallaran, y menos aún con ese tipo de mujer.
—Lo siento, pero prefiero los libros.
—Me he acercado a ti porque tengo una importante pregunta que hacerte…
—Lo entiendo, no sigas con tu explicación —anunció Paula, poniéndose en pie para pasar a apoyarle una de sus manos sobre un hombro, aunque sus palabras no fueron tan comprensivas como su actitud quería dar a entender —: Por los paseítos que te has dado una y otra vez por delante de mi mesa, deduzco que sufres de incontinencia y no sabes dónde están los baños, ya que la otra opción sería que estuvieras haciendo una patética actuación para tratar de llamar mi atención… Así que los baños están por allí —terminó Paula, señalándole el camino de los servicios para luego depositar en las manos del sorprendido actor la tarjeta con la que su madre la había provocado tanto esa mañana hasta ponerla de mal humor—. Y aquí tienes una lectura alternativa para el váter —declaró antes de coger sus cosas y alejarse de ese hombre de ensueño que para ella no lo era tanto.
Paula creyó entonces que al fin podría descansar de su agobiante madre, así que, cuando ésta la llamó, no tardó en darle la espléndida noticia.
—¡Hala, misión cumplida: tarjeta entregada!
—¡Estupendo! Y dime, Paula, ¿cómo lo has hecho? ¿Qué cualidades has destacado de mi empresa o de mí para llamar su atención?
—Pues verás, mamá: él estaba falto de papel higiénico, así que el encanto de la tarjeta hizo el resto —ironizó mientras apartaba el teléfono de su oído para evitar que los chillidos de su madre la dejaran sorda.
Y, mientras lo hacía, oyó las palabras que había deseado oír durante toda la mañana en cuanto su madre la había llamado encomendándole esa misión:
—¡Ni una tarjeta más! ¿Me oyes, Paula? ¡No entregues ni una tarjeta más!
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