jueves, 31 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 72

 


—¿Se puede saber para qué me has arrastrado a una de tus dichosas firmas de libros? —le pregunté a Gustavo cuando, con la excusa de invitarme a desayunar, me empujó hasta la librería más cercana, en la que vi con sorpresa que había una mesa preparada con su nombre y decenas de ejemplares de su última novela.


—Porque mi editora me llamó el otro día quejándose de que no promocionaba lo suficiente mi nuevo libro y de que no participaba en ningún evento, así que, para contentarla, puse en las redes sociales que todo aquel que comprara hoy mi último libro en este evento, además de tener mi firma, recibiría también un beso tuyo. Creo que con eso he animado a mis lectoras y, por lo que veo, también a muchos de mis lectores —dijo Gustavo, señalando la larga fila donde mujeres de distintas edades, y algún que otro hombre, me saludaban impacientemente con la mano mientras me hacían ojitos.


—¡No me jodas, Gustavo! ¡Me has vendido para conseguir más lectores! —murmuré entre dientes, bastante enfadado, sin dejar de lado mi falsa sonrisa hacia el público e intentando que sólo él oyera mis reclamaciones, unas reclamaciones que ignoró mientras se dirigía hacia la mesa. Sin embargo, antes tuvo el descaro de colocarme de pie al lado de sus libros, como si yo fuera uno más de esos jodidos carteles.


—Mi editora me dijo que utilizara mis encantos para promocionarme, y como yo carezco de ellos, he decidido aprovecharme de los tuyos. ¡Así estás perfecto! —anunció antes de seguir ignorándome para dar comienzo a la firma de ejemplares.


—Creo que tus lectores preferirían un beso tuyo antes que uno mío, ¿no te parece? —señalé intentando escaquearme de besar a una anciana, algo que la octogenaria no permitió, y, si no me hubiera apartado a tiempo, se habría aprovechado de mí para darme un beso en todos los morros.


—No, por dos razones. La primera: estoy casado y no quiero que Samantha me corte las pelotas, y la segunda: no sé por qué, pero cuando hablo con mis fans, las ventas bajan —repuso Gustavo mientras firmaba despreocupadamente uno de sus ejemplares antes de contestarle a una de sus lectoras sobre la mala opinión que ésta tenía de uno de sus libros—: Señora, las opiniones son como los culos: todos tenemos uno y la mayoría apestan.


—¡Bravo! No me explico por qué será que bajan tus ventas… — comenté irónicamente mientras veía cómo la mujer se alejaba ofendida, seguramente pensando si tirar o no el libro de Gustavo a la papelera.


—¿Ves? ¿A que tú tampoco lo comprendes? Con lo simpático que soy… —manifestó mi amigo mientras a su rostro asomaba una maliciosa sonrisa que me aseguraba que ni él mismo se creía sus propias palabras—. Voy a tomarme un descanso para comunicarle a mi editora que me estoy promocionando y seguimos —me indicó mientras comenzaba a mandar un mensaje de texto con su móvil.


—¿Un descanso? ¡Pero si apenas has firmado un par de libros! — exclamé asombrado, recordando los cientos de autógrafos que yo estaba acostumbrado a estampar en mis eventos y presentaciones.


—¡Uf! Y no sabes cuánto me ha costado firmar esos dos…


Y, mostrándose tan fastidioso como siempre, Gustavo dejó a sus impacientes fans esperando por él en la interminable cola mientras se tomaba su tiempo para mandar mensajes, beber agua y jugar con el móvil.


—¡Gustavo! —lo reprendí severamente, clavándole un codo en las costillas cuando la gente comenzó a mirarlo con odio, aunque yo intentara suavizar su espera con mi bonita sonrisa y mis halagadoras palabras.


Cuando Gustavo finalmente se decidió a seguir firmando sus libros, yo comencé a repartir besos en la mejilla de los asistentes para calmar a las masas. Pero mientras yo calmaba a esas personas, mi amigo las alteraba, y más cuando oía un comentario que no le gustaba referido a sus novelas.


—Me gustó mucho su último libro, pero no me agradó que utilizara mi nombre para el de la protagonista, porque yo sé que, después del montón de cartas que le he mandado y de lo mucho que me conoce usted tras abrirle mi corazón, definitivamente se basó en mí para crear a ese personaje…, aunque debo señalar que no terminó de captar mi esencia —le dijo una de esas fanáticas que se creían el centro del mundo.


Por unos instantes sentí curiosidad por saber cómo trataría Gustavo a ese tipo de personas con las que yo también tenía que enfrentarme en ocasiones, hasta que recordé cómo era mi amigo y deseé que no contestara.


Cuando vi a ese maldito pelirrojo comenzando a sonreír maliciosamente a la escandalosa mujer que interrumpía la fila con sus tonterías, me temí lo peor, porque mi amigo sólo sonreía de esa manera cuando perdía la paciencia y estaba a punto de hacer una de las suyas.


—Señora, puedo asegurarle que no pensaba en usted cuando creé a la protagonista de mi novela. De hecho, ni siquiera me acuerdo de su nombre. No obstante, si me lo repite, lo tendré en cuenta para mi próxima obra.


—Me llamo Miriam Harrison —contestó la mujer, muy orgullosa, mientras añadía leña al fuego al hacerle una exigencia al irascible escritor —. Espero que en esta ocasión la protagonista sea una mujer fuerte, segura y…


—Ahora que la conozco en persona sé que su nombre es el ideal para uno de los personajes de mi nueva novela y, sin duda, su carácter es el más idóneo para ella. Cuando publique esa historia no tardará usted en ver el parecido.


—¡Oh, qué bien! ¡Estoy impaciente! ¿Me podría dar un adelanto y revelarme cómo será? —pidió la lectora emocionada, mientras yo continuaba sorprendido de lo bien que estaba manejando mi amigo la situación…, hasta que esa sonrisa suya volvió a acudir a sus labios y, tras pedirle a la mujer que se acercara un poco más para compartir sus secretos, comenzó a describirle las características del nuevo personaje que había creado pensado en esa lectora.


—¡Claro, cómo no! Verá, Miriam será el nombre de la mascota del protagonista de mi próxima historia: una serpiente con la lengua igual de bífida que usted. Espero de verdad que le guste mi próximo trabajo, ya que el hecho de que en esta ocasión use su nombre para uno de mis personajes no será por casualidad —terminó Gustavo ante la boquiabierta e indignada mujer, que se retiró furiosa de la mesa, no sin antes recoger su libro, sobre el que Gustavo había hecho un garabato.


Acostumbrado a suavizar ese tipo de escándalos, aparté sutilmente a la mujer y, usando las halagadoras palabras que mi amigo nunca dedicaría a una de sus lectoras y un beso en la mejilla, la disuadí de tirar todos los libros de Gustavo a la basura.


Sus impertinencias y la larga fila de lectoras a las que tuve que calmar se me hicieron interminables, pero resultó algo divertido cuando una de las actrices de Hollywood con más silicona que cerebro hizo sudar a mi amigo en el momento en el que, en vez de ofrecerle un libro para que se lo firmara, le puso su pronunciado escote.


—¿Se puede saber por qué narices nunca me pasó esto antes de estar casado? —se quejó Gustavo mientras alzaba las manos al cielo ofuscado, para luego rechazar esa tentación mostrándome lo enamorado que estaba de Samantha—. Lo siento, señorita, pero las únicas tetas que firmo son las de mi esposa.


—¡Vamos! Si no se va a enterar… Además, no me dirá que nunca ha querido firmar algo más que un aburrido libro —se insinuó descaradamente la mujer, acercando más sus pechos a su adorado escritor a la vez que le guiñaba un ojo.


Mientras Gustavo miraba su rotunda delantera con el rotulador alzado, me di cuenta de que Samantha se acercaba a nosotros pensativa. Estaba a punto de avisar a Gustavo de la presencia de su esposa cuando, antes de que yo pudiera advertirle de que podía meterse en problemas, él se introdujo de lleno en ellos.


La maliciosa sonrisa que lucía Gustavo me indicó que mi amigo ya se había percatado de que su mujer se acercaba a él. Y, antes de que Samantha pudiera hacerle cualquier tipo de reclamación, Gustavo dejó a un lado a la hermosa actriz que intentaba tentarlo para volverse hacia su esposa y, tras bajarle un poco el escote de la camiseta a Samantha ante el asombro de todos los presentes, incluida ella misma, estampó su firma en uno de sus pechos.


—¿Cómo que «Propiedad de Gustavo Johnson»? —exclamó Samantha indignada, algo que él simplemente ignoró mientras comenzaba a atender una llamada al móvil que, a juzgar por su complacida sonrisa, había estado impaciente por recibir. Cuando finalizó la llamada, manifestó mientras colgaba a la persona que le gritaba airadamente a través del teléfono:

—Era mi editora. Natalie me ha pedido amablemente que deje de promocionarme y yo he decidido que tú tienes razón y que es mejor que a algunas lectoras las bese yo en persona, así que me llevo a ésta —declaró cargándose a su airada esposa al hombro. Y, antes de desaparecer de su propia firma de libros, el muy condenado me soltó—: Las demás son todas tuyas.


Habría mandado a mi amigo a paseo de no ser porque mi maldito nombre estaba puesto en la publicidad que él había hecho, comprometiendo mi imagen. Así que, resignado, me quedé delante de los carteles de su libro, repartiendo besos a una multitud que no se hizo más pequeña a pesar de que el creador de la novela no estuviera allí para hablar de ella.


Después de horas besando castamente mejillas de mujeres y hombres, la rubia pechugona que no había conseguido un autógrafo de Gustavo se puso nuevamente a la cola y, cuando llegó su turno, volvió a hacer de las suyas cuando dirigí mis labios a su mejilla: se removió y, sujetando mi rostro entre sus manos, no me dejó escapar mientras me daba un beso en la boca, uno que yo decidí aprovechar, ya que parecía lo único bueno que sacaría de ese horrible día.


Pero, como siempre, la suerte no estaba de mi parte, pues cuando la rubia se alejó de mí me encontré de frente con la airada mirada de Paula, que apretaba furiosamente uno de los libros de Graham entre las manos.


Decidido a aprovechar la oportunidad, aparté el gordo tomo de sus manos, por si acaso se le ocurría golpearme con él. Y, antes de que se alejara de mí, la agarré de la cintura y la acerqué íntimamente a mi cuerpo para poder susurrarle junto a sus labios antes de devorarlos:

—No te preocupes, Paula: tú también tendrás un beso.


Poco me importó que la multitud nos observara escandalizada o que comenzaran a rumorear a mi alrededor: cuando posé mis labios sobre los suyos, lo único que me interesaba era ella.


Mi deseo tomó el control de mis acciones, mi lengua se adentró en su boca exigiéndolo todo y mis manos la apretaron más contra mi cuerpo, haciendo que notara la evidencia de mi deseo mientras yo la devoraba con anhelo, con ansia, con placer, haciéndole recordar que la pasión que una vez habíamos compartido aún estaba presente entre nosotros.


Cuando volví a probar el sabor que durante tantos años había permanecido alejado de mí, quise más de ese manjar que sólo yo degustaba.


Mi lengua se tornó exigente, reclamándole una respuesta, y cuando ella al fin cedió ante mí, dejándose llevar por ese beso, y gimió entre mis labios su rendición, me dio esperanzas al saber que si respondía así ante mis besos aún no estaba todo perdido entre nosotros.


Los murmullos a nuestro alrededor se hicieron cada vez más altos, la impaciencia de las personas que nos rodeaban o la misma multitud que observaba atentamente nuestro beso podrían haber acabado con el ardor del momento, pero la verdad es que eso lo hizo un niño cuando se dedicó a golpearme repetidamente en el costado con uno de los gruesos libros de Gustavo para que soltara a su madre.


Cuando me aparté de Paula, dejándola aún un poco aturdida y tambaleante, nadie podría haber borrado la sonrisa que lucía en mis labios.


Sin embargo, ese niño, que no dejaba de golpearme, lo intentó. No obstante, yo, harto de sus golpecitos, le arrebaté el libro y lo dejé a un lado para observar con atención esos airados ojos que me miraban acusadoramente, advirtiéndome una vez más que no me acercara a su madre.


Y, ante su actitud desafiante, decidí jugar un poco con él, por lo que le dije alegremente:

—¡Ah, no te preocupes! Veo que tú también quieres tu beso…


El niño de ocho años me miró con espanto, y, antes de que pudiera huir de mí, lo abracé como el amoroso padre que nunca había sido y besé juguetonamente sus mejillas una y otra vez. Él, cómo cualquier crío de su edad, se apresuró a deshacerse de mí lo más rápidamente posible y se limpió las mejillas, muy molesto, mientras me miraba cada vez más furioso y se colocaba delante de su madre para protegerla de mí.


Pero causarle daño a Paula era algo que yo nunca había pretendido hacer, ni en el pasado ni en ese momento, y, si se lo había hecho, ahora solamente quería saber cómo podía compensárselo. Lo que yo deseaba en esos instantes era estar junto a esa mujer, pero, por desgracia, tenía que encargarme de otra tarea completamente distinta debido a la fuga de Gustavo.


Cuando me preparaba para continuar con mi labor de ofrecer besos a la multitud al tiempo que maldecía a mi amigo y a toda esa inoportuna gente que me separaba de la mujer que amaba, Gustavo llegó hasta mí con una feliz y complacida sonrisa, y, poniendo un cartel de «Cerrado» sobre la mesa, anunció en voz alta:

—¡El evento ha terminado!


Preguntándome qué narices se traía entre manos, lo miré confundido. Y más todavía cuando, después de saludar amigablemente a Paula, comenzó a hablar con ella y se la presentó a su esposa, tras lo que los tres se perdieron en medio de su charla sobre guiones e imaginativas ideas sobre la filmación. Vi que a Paula le brillaban los ojos con ilusión ante las palabras de Gustavo, mientras sus manos temblaban cuando ella le entregó un guion que sacó de su bolso. En ese momento, las palabras que oí salir de Gustavo hicieron que ese maldito día hubiera merecido la pena:

—Me encantan tus ideas, Paula. Tal vez deberías comentarle algunas de ellas a Bruno Baker. Pese a su habitualmente serio y adusto gesto, es un hombre abierto a nuevas sugerencias. Pero claro está: eso sólo podrás hacerlo si participas en el rodaje de la película —dijo tentándola más de lo que yo podría lograr.


Entonces la vi dudar por unos instantes y mirar hacia mí, como si yo fuera un peligro que quisiera evitar. Pero la posibilidad de cumplir sus sueños era algo demasiado tentador como para que Paula no quisiera arriesgarse, así que, finalmente, ella se rindió y accedió a volver al rodaje, convirtiéndome en el hombre más feliz del mundo a pesar de las airadas miradas que me dirigía ese niño o de la maliciosa sonrisa que exhibía mi amigo, haciéndome saber que se cobraría ese favor.


—Gracias… —susurré en dirección a Gustavo en la lejanía, intentando pasar desapercibido ante los ojos curiosos para no desvelar frente a todos mis mayores deseos y mi gran debilidad.


Pero Gustavo era un hombre sin sutileza alguna, y, tras leer mis labios, me señaló con un dedo y a viva voz me advirtió ante todos:

—¡Y esta vez no la cagues!



 

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