jueves, 31 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 90

 


Para mi sorpresa, Paula no llegó hasta mi puerta con la indumentaria adecuada para una seducción, como ocurría a menudo en esas estúpidas películas de amor. Ni siquiera vestía ropa normal, no: cuando abrí, lo que me encontré fue a una mujer vestida con un feo mono azul de limpieza y un sucio pañuelo que ocultaba sus cabellos, una mujer que pasaría desapercibida para cualquiera excepto para mis ojos, que la encontrarían entre una multitud.


Antes de que me diera tiempo a explicarle mis palabras durante nuestra conversación telefónica o mi lamentable actuación para obligarla a que viniera hasta mi casa, ella se creyó lo peor y me propinó un buen golpe con la fregona en toda la cara para apartarme de su camino mientras buscaba a Romeo con desesperación.


Echándome a un lado, invité a pasar a su madre, que me miraba de arriba abajo a la vez que negaba con la cabeza, sin que yo pudiera saber si me estaba rechazando a mí o mis actos para atraer a Paula. De cualquier modo, siguiendo los pasos de su hija, ambos llegamos al salón, donde Paula miraba enfadada a Romeo, sin saber si reprenderlo a él o a mí.


Mi hijo había sido pillado in fraganti comiéndose una jugosa pizza, disfrutando de unos insanos aperitivos que estaban esparcidos sobre mi mesa de cristal de diseño y jugando en línea a un juego de guerra en el ordenador, donde en esos instantes se encontraba vacilándole a un rival caído, dedicándole un bailecito encima del cuerpo de su personaje a la vez que alardeaba de su proeza por el micrófono.


—¡Dios mío, tu hijo está siendo torturado de la forma más horrible! — gritó teatralmente Amalia, ganándose al final esa mirada de reprobación que Paula estaba sorteando entre nosotros—. Lo están obligando a jugar a un videojuego que adora, a comer su comida favorita y a hincharse con los aperitivos que más le gustan. No me puedo imaginar cuál será la siguiente tortura de este hombre… —comentó con ironía, burlándose de los miedos de su hija. A continuación, tras arrebatarle los auriculares a su nieto, añadió —: ¿Verdad, Romeo?


El niño, dándose cuenta entonces de lo que pasaba, se volvió hacia nosotros. Tras tragar con dificultad el trozo de pizza que tenía en la boca, intentó camelarse a su madre con una de sus sonrisas, un gesto que tal vez habría funcionado si no fuera porque se parecía demasiado a la mía y ésta nunca había engañado a Paula.


—¡Romeo! ¡Tienes mucho que explicarme! —exclamó Paula, reprendiendo a nuestro hijo, que no dudó en esconderse detrás de mí—. ¡Y tú también! —añadió señalándome con un dedo acusador, haciéndome ver que yo tampoco me libraría de su sermón.


—En realidad, creo que ambos tenemos mucho que explicarnos el uno al otro… —repliqué enfrentándome a ella.


—Y dime, Romeo: ¿qué cosas horribles te ha dicho este hombre de tu madre para que la engañaras de esa manera? —preguntó Amalia a su nieto, interrumpiendo nuestra conversación.


Y entonces mi hijo me cogió de la mano para acercarme a su madre y de sus labios salieron las palabras que hacía mucho tiempo que yo no pronunciaba con sinceridad y que ella nunca creería si provenían de mí.


—Me dijo que quería a mi madre —confesó el pequeño, haciendo que Paula abriera sus ojos en mi dirección, sorprendida.


Cuando vi el asombro en su rostro quise correr hacia ella y abrazarla con fuerza para que me mirara y supiera cuán ciertas eran esas palabras, pero, como teníamos público, de nuevo me tocó actuar como el hombre perfecto y contenerme, cuando lo único que quería hacer era abrazarla, besarla y hacerla mía hasta que no tuviera dudas de mi amor.


—Definitivamente, tenéis mucho de que hablar…, así que nosotros nos vamos —indicó Amalia, cogiendo de la mano a Romeo, muy dispuesta a marcharse para concedernos esa intimidad que necesitábamos para poner en claro todos nuestros confusos sentimientos.


Ante la mirada perdida que Paula le dirigió a su madre, mientras dudaba si alejarse o no de mí, creí perderla de nuevo. Pero, por fortuna, Amalia se volvió hacia su hija antes de salir por la puerta para ofrecerle una sabia lección que tal vez ambos deberíamos seguir.


—Si no se lo dices todo, todas las palabras que has guardado durante años y todas las dudas que oculta tu corazón, el día de mañana te arrepentirás por lo que no has dicho en este momento. Y créeme, hija, te lo digo por experiencia: duele mucho más guardar esas palabras que dejarlas salir.


Cuando la puerta se cerró, ese consejo resonaba entre nosotros como un eco. Paula comenzó a acercarse dubitativamente hasta mí, pero cuando vio la vieja caja que había sobre el sofá, la reconoció y se dirigió hacia ella con decisión.


—¿Las has leído? —me preguntó pasando lentamente los dedos sobre las cartas para, a continuación, mirarme buscando una confirmación.


—Si quieres puedo repetirte lo que pone en todas y cada una de ellas: he memorizado cada palabra de esas cartas. Por un lado las adoro, pero, por el otro, las maldigo por todo lo que me he perdido porque no llegaron a mis manos.


—Cada vez que una de estas cartas me venía devuelta me dolía demasiado como para hacer preguntas o para volver a tratar de acercarme a ti. No obstante, cada año lo intentaba de nuevo, esperanzada en que alguna vez me contestaras —dijo Paula acariciándolas con anhelo y yo, aproximándome a ella, comencé a darle las respuestas que habría escrito si hubiera recibido cada una de esas misivas.


—Un año… No puedo creer que ese chico haya crecido tan rápido y que se parezca tanto a mí. Quiero abrazarlo, compartir contigo las noches en vela para que se duerma entre mis brazos y, tal vez, cantarle una nana de las que apenas recuerdo de mi infancia. Sin duda desafinaré un poco, porque lo mío es la actuación, no el canto, pero no creo que a él le importe. Os quiero —recité, logrando que Paula diera un paso hacia mí. »Dos años… Quiero verlo caminar y correr torpemente mientras jugamos al escondite y, por supuesto, enseñarle sus primeras palabras. Tal vez tenga suerte y la primera sea “papá”, y entonces intentaré que practique conmigo los guiones de mis películas porque, sin duda, nuestro Romeo será un genio. Os quiero.


Paula se fue acercando a mí con lágrimas en los ojos, llorando igual que hacía yo por los momentos perdidos. Pero yo no podía acallar ya mis palabras, esas respuestas que nunca le había dado.


—Tres años… Quiero llevarlo a clase, enseñarle a escribir su nombre, verlo en alguna actuación del colegio, jugar con él todos los días, arroparlo por la noche, soplar las velas de cumpleaños junto a él. Quiero abrazarlo más que nunca y no puedo… Os quiero —continué mientras Paula llegaba junto a mí sólo para limpiar las lágrimas que corrían silenciosamente por mi rostro. 


»Cuatro años… Quiero ver las notas que trae del colegio y alabar sus dibujos. Colgarlos en la puerta de la nevera y mirarlos con orgullo. Abrazarlo, besarlo, llevarlo a caballito, estar allí para él y ser el orgulloso padre que el destino no me ha permitido ser. Os quiero.


—No sigas… —pidió Paula, poniendo una mano sobre mis labios para acallar mi respuesta, sabiendo que a ambos nos dolía demasiado recordar todo el tiempo que habíamos perdido.


—Cinco años… —dije apartando dulcemente su mano tras darle un beso, intentando continuar. Pero sólo me salió la verdad que había guardado en mi corazón durante todos esos años—. Me siento tan solo… —confesé.


Y, dejando salir todas mis lágrimas, fui consolado por los brazos de la mujer que me amaba, quien, acallando mis palabras con un beso, me alejó de esa soledad que siempre me embargaba cuando ella no estaba a mi lado.


No le exigí nada por miedo a que me concediera un tiempo limitado para estar a su lado, tan sólo la tomé tan desesperadamente como la había necesitado desde que me alejó de ella obligándome a estar solo.




No hay comentarios:

Publicar un comentario