—Ese mocoso me está molestando —le susurré a mi amigo en cuanto vi aparecer por el plató al niño que el día anterior me había impedido ir en busca de Paula—. Se está llevando todo el protagonismo —insistí molesto, viendo cómo las mujeres que normalmente me rodeaban para alabar mi ego ahora se entretenían en mimar a un niño que, según ellas, era «encantador y adorable», a pesar de que a mí me pareciera que sólo era un maldito fastidio.
—Me recuerda a alguien, ¿a ti no? —me preguntó Gustavo—. Míralo bien: ¿no te suena ese aspecto vanidoso, esa forma de encandilar a las mujeres y de mostrarse falsamente encantador cuando les dedica las dulces palabras que ellas quieren oír?
—No sé, puede que sea el hijo de algún actor, pero eso no le da derecho a entrometerse en mi camino. Lo quiero fuera del plató —dije, decidido a apartarlo de mi vista.
—Sí, definitivamente es el hijo de un actor, de uno muy estúpido — sentenció mi amigo, tras lo que profirió un gran suspiro y negó con la cabeza, pero sin llegar a revelarme la identidad del padre de ese mocoso.
—Vamos, Pedro, ¡sólo es un chiquillo! —intervino amablemente el director cuando pasó por mi lado. Sin embargo, cuando el irritante niño se sentó en su silla, Bruno Baker ya no parecía tan contento con su presencia en ese lugar—. ¡A ver! ¿Dónde están los padres de este niño? ¡Que vengan y se lo lleven de mi plató! —exclamó sin dudarlo, haciéndome sonreír ante la idea de que al fin los padres del chico se responsabilizarían de él y lo pondrían en su lugar con la adecuada regañina que se merecía.
Y entonces, para mi sorpresa y consternación, fue Paula quien acudió presurosamente para hacerse cargo de ese niño y sacarlo del lugar, haciendo que me doliera el corazón al ser consciente de que mi amor por ella no sería posible porque Paula ya me había olvidado con facilidad en brazos de otro.
—Creí que no se había casado… —susurré hacia mi amigo, intentando averiguar si él había oído algo acerca de la vida privada de Paula, algún detalle del que tal vez debería haberme enterado antes de volver a perseguirla como un loco enamorado.
—Y no lo ha hecho: según los rumores, es madre soltera.
—¡Ah! Entonces debió de olvidarme con facilidad… —dije mirando a ese mocoso, que no debía de tener más de siete u ocho años.
—¿Tú crees? —inquirió Gustavo, alzando una irónica ceja hacia mí mientras me reprendía—. Ese niño tiene ocho años. Yo que tú aprendería a contar…
—¿Qué quieres decir? —pregunté confundido.
Mi amigo levantó entonces las manos al cielo y se alejó de mí mientras negaba con la cabeza. Yo continué bastante confuso con las palabras y la reacción de Gustavo, hasta que contemplé con mayor atención la encantadora sonrisa que ese niño ofrecía a todos los presentes como disculpa, una sonrisa tan falsa como la que yo mismo veía ante el espejo cada mañana. Y, justo en ese momento, una pequeña sensación de inquietud comenzó a apoderarse de mí mientras seguía el consejo de Gustavo y empezaba a repasar cuánto tiempo había pasado lejos de ella… Ocho años y unos nueve meses… Mi desasosiego se incrementó cuando una horrible sospecha se abrió paso en mi mente, hasta convertirse en furia ante la posibilidad de que Paula pudiera haberme ocultado algo así.
—¿Por qué? —fueron las únicas palabras que pude pronunciar antes de que mi mente rememorara la respuesta que me había dado a esa pregunta el día anterior, una que yo también había repetido en ocasiones a lo largo del tiempo, cuando me acordaba de ella—: «Porque aún duele demasiado»…
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