En esa aburrida fiesta bromeaba con todos, evitando las inquisitivas preguntas sobre mi vida privada para dirigirlas hábilmente hacia mi trabajo.
Mientras yo desarrollaba el papel de hombre encantador y maravilloso compañero frente a todo el reparto, el pelirrojo gruñón que había a mi lado alzaba irónicamente una ceja ante mi comportamiento, y, para fastidiarme o demostrarme que mi papel no era tan perfecto como pretendía aparentar, cada dos por tres interrumpía mi conversación para decirme: «Ella ya ha llegado».
Como no especificaba quién era «ella» y yo estaba esperando a Paula con impaciencia para comunicarle la buena noticia de que Felicitas había encontrado a alguien que quería llevar al cine su guion, siempre caía ante la estratagema de Gustavo y acababa interrumpiendo mi maravillosa actuación y dirigiendo la mirada hacia donde él señalaba, luciendo una sensual y seductora sonrisa, con lo que, para lo que llevaba de noche, ya había seducido a dos camareras de mediana edad, a una limpiadora y al dueño del bar, que me guiñó un ojo mientras intentaba pasarme su tarjeta.
—Ella ya está aquí —dijo una vez más el fastidioso pelirrojo.
Y, dispuesto a no caer otra vez en su trampa, lo ignoré, tanto a él como a la persona que en esos momentos entraba en la estancia que habíamos alquilado para nuestra celebración con todo el reparto de la película.
—Yo que tú miraría, porque ha cambiado de aspecto. Y, si antes llamaba la atención, sin duda ahora más, porque resplandece como nunca entre las estrellas de Hollywood.
—No voy a volver a caer en tus artimañas, Gustavo —repliqué decidido a no mirar. No obstante, mis ojos se desviaron y contemplé ante mí a la mujer más hermosa del mundo.
El falso rubio platino había desaparecido, dando paso a un sedoso cabello negro que siempre había deseado que adornara mi cama. Los provocadores vestidos que imitaban a los de alguna antigua actriz y que había utilizado en otras ocasiones habían sido sustituidos por uno más simple, no tan corto ni llamativo como los que otras mujeres lucían esa noche, pero sí muy elegante, que se ceñía a su cuerpo y en el que destacaba un escote cruzado que insinuaba enloquecedoramente lo que ocultaba.
Su cambio me decía que ésa era la verdadera Paula, la mujer que ya no se escondía del mundo ni de mí. Su imagen era seductora y atrayente, y más todavía cuando las pequeñas gafas que llevaba le daban el aspecto de una sexy gatita y su sonrisa era demasiado brillante para que nadie la ignorara, un hecho que habían comenzado a contemplar con bastante interés algunos hombres que, definitivamente, yo tenía que espantar.
—Levántate, Gustavo, que nos cambiamos de sitio —le ordené a mi amigo, empujándolo hacia donde se encontraba Paula.
—¿Por qué? Si estaba muy a gusto en mi sitio…
—¿Te acuerdas de aquella firma de libros tuya en la que utilizaste mis encantos? —le recordé decidido a aprovecharme de él como él había hecho conmigo.
—Sí, claro —contestó con extrañeza, sin sospechar cuáles eran mis intenciones.
—Pues ahora soy yo el que se va a aprovechar de los tuyos.
—Pues vas apañado: según mi agente, yo no tengo ningún encanto.
—Con eso cuento, querido amigo, con eso cuento… —repliqué antes de colocarme junto a Paula y poner a ese gruñón pelirrojo de más o menos un metro noventa, con su acostumbrada cara de cabreo, entre Paula y el chico que pretendía coquetear con ella. El encanto natural de ese irascible pelirrojo hizo el resto.
—¿Qué ha sido eso, Pedro? ¿Acaso estabas celoso? —susurró sugerentemente ella en mi oído cuando vio cómo el tipo que quería flirtear con ella huía para esconderse de Gustavo.
—¡Oh, querida! Soy demasiado encantador como para tener celos — repuse intentando evitar la verdad, ante lo que Paula, la única mujer que me conocía, incluso mejor que yo mismo, alzó con ironía una ceja para reclamarme:
—Lo sé, por eso utilizas a Gustavo para que los muestre por ti.
No hay comentarios:
Publicar un comentario