Un año después
Había pasado un año desde que abandoné la idea de que el hombre del que me había enamorado siguiera existiendo. Un año desde que volví a casa para lamer mis heridas e intentar proseguir con mis sueños. Un año en el que había vuelto a un trabajo como representante y agente de jóvenes promesas cinematográficas para el que no estaba cualificada y a otro como camarera durante los fines de semana para ganarme unas buenas propinas con las que poder terminar mis estudios, así como, por supuesto, a mi papel como madre, que en ocasiones dolía cuando veía a Romeo hablar con su padre por teléfono o cada vez que contemplaba en él los pequeños gestos que me recordaban a Pedro.
Un año en el que había perdido mi pasión como guionista y mis escritos ya no me llenaban, tal vez porque el protagonista para mis historias ya no podía ser él, y mis personajes no cobraban vida y la historia no avanzaba, quedándose estancada, como siempre había hecho la mía propia cuando él no estaba a mi lado.
Pedro me había roto el corazón de una decena de maneras distintas, hasta que ya no pude perdonarlo más ni creer en sus palabras. Y, aun así, mi estúpido corazón no había aprendido la lección y seguía acelerándose cuando lo veía en alguna nueva revista, en la pantalla del cine o en la televisión.
Esa última noche en la que me permití amarlo para luego poder borrarlo de mi mente para siempre no había salido como yo pensaba, porque, aunque ese hombre representó su papel y actuó para mí, enseñándome al tipo encantador que todas las mujeres de Hollywood conocían, eché de menos al imperfecto hombre que únicamente yo conocía. No obstante, cuando éste apareció al final de la noche, tuve que huir de él antes de recordar cuánto lo amaba y perdonárselo de nuevo todo, incluso lo que no tenía perdón.
Me había costado mucho dejarlo atrás, me estaba costando una eternidad olvidarlo y, cuando comenzaba a borrarlo de mi mente, me ocurría que un hombre encantador, que siempre coqueteaba conmigo y que al fin se había decidido a pedirme una cita, era arrojado al callejón por un malhumorado pelirrojo al que conocía demasiado bien.
—¿Qué? Sólo estaba ayudando a tu tío a deshacerse de los quejicas — anunció Gustavo mientras yo reprendía con mi severa mirada su comportamiento.
—Ese hombre no se estaba quejando, sólo me estaba pidiendo una cita.
—Pero se quejaría en cuanto lo rechazaras.
—¿Y si no pensaba rechazarlo?
—Entonces estarías cometiendo un gran error, porque los dos sabemos que, aunque quieras negarlo, ya tienes a un idiota que ocupa todo el espacio de tu corazón. No intentes sustituirlo con otro que nunca podrá llenar ese lugar.
—No sé qué haces aquí, Gustavo, pero estoy demasiado ocupada como para oírte hablar de tu amigo. Cualquier otra persona estará encantada de conversar contigo sobre el gran Pedro Alfonso, pero yo no —dije intentando evitarlo mientras proseguía mi camino por las mesas, tratando de tomar nota a mis clientes, que huían en cuanto Gustavo les dedicaba una de sus miradas. Así que, suspirando con resignación, finalmente me volví hacia el taimado pelirrojo para escuchar lo que tenía que decirme.
—He venido a invitarte a la última interpretación de Pedro Alfonso.
—No, gracias. Ya he tenido bastante de las maravillosas actuaciones de Pedro Alfonso de por vida. No pienso ir a ninguno más de sus espectáculos —me negué. Y, aunque no muchos pudieran ignorar a ese muro próximo al metro noventa que se interponía en mi camino, yo simplemente lo esquivé.
—Pero ésta está hecha especialmente para ti —insistió Gustavo, colocando en mis manos un pase para los estudios de Hollywood junto con un billete de avión, algo que yo no dudé en devolverle.
—Las actuaciones de Pedro siempre me hacen demasiado daño, así que prefiero contemplarlo desde lejos.
—¿No es eso lo que siempre haces, Paula? ¿Por qué no das un paso adelante y lo contemplas más de cerca? Tal vez te sorprenda todo lo que ha llegado a aprender…
—No me interesa cuánto haya mejorado Pedro Alfonso en su interpretación, Gustavo…
—No te he dicho que el que ha mejorado haya sido el actor… Paula, conozco vuestra historia desde el principio, y si algo puedo asegurarte es que te arrepentirás toda tu vida si no acudes a esta cita en la que puede que, al fin, encuentres al hombre que amas.
—Si algo me demostró mi última visita a Hollywood es que ese hombre no existe.
—¿Estás totalmente segura de ello? —inquirió Gustavo con ironía, haciéndome dudar mientras agitaba el pase y el billete de avión ante mis ojos, retándome a averiguar la verdad.
Me sentí tentada de cogerlos, de volver junto a ese hombre y ver la última actuación que tenía preparada para mí. Pero, al recordar lo que me había dolido la última vez en que caí en esa tentación, cerré los ojos y negué con la cabeza, ignorando al molesto pelirrojo.
Gustavo no insistió, pero tampoco se fue del bar de mi tío, donde permaneció todo el rato hablando de su amigo lo suficientemente alto como para que yo pudiera oírlo. Nunca dijo su nombre, pero cada vez que mis oídos captaban sus palabras, yo sabía que estaba hablando de Pedro. Lo que la prensa no contaba, lo que los chismes tapaban o lo que algunos ocultaban, su amigo lo contaba en voz alta, y yo sabía que las historias de ese pelirrojo que nunca había sido muy hablador iban destinadas a mí.
Según Gustavo, Pedro se había dedicado a su trabajo hasta agotarse, había caído enfermo y eso había retrasado la película, una película que él solamente quería acabar cuanto antes y que finalmente habían terminado en el tiempo indicado a base de pura cabezonería.
El escritor continuó indicando que su amigo había dejado de asistir a las típicas y escandalosas fiestas de la meca del cine y que ahora sólo hacía acto de presencia en algunos eventos promocionales muy escogidos en los que aparecía brevemente para luego huir a su apartamento a lamerse las heridas por todo lo que había perdido.
Gustavo insistió en que las hermosas mujeres que siempre lo rodeaban en Hollywood habían quedado descartadas rápidamente cuando Pedro comenzaba a compararlas con otra que, aunque tal vez no fuera tan hermosa, siempre tendría guardada en su corazón. También manifestó que las breves conversaciones que Pedro mantenía con su hijo le parecían insuficientes, y que, cada vez que colgaba el teléfono, se lamentaba por no estar a su lado.
—Finalmente, a pesar de encontrarse rodeado por una multitud, en lo único que puedo pensar cuando veo el cansado y desolado rostro de mi amigo es en…
—… lo solo que está… —terminé por él cuando pasé por su lado, sin apenas proponérmelo, porque yo me sentía igual de solitaria desde que lo abandoné.
—Bueno, como ya he contado todo lo que tenía que contar sobre ese lamentable actor al que aún se le resisten las escenas de amor, sólo me queda pagar esta cerveza y marcharme —dijo Gustavo en voz alta para que lo oyera antes de dirigirse hacia la salida.
Por unos instantes, estuve tentada de detener sus pasos, de ir tras él para preguntarle por Pedro o incluso de aceptar su oferta e ir a comprobar por mí misma cómo se encontraba él. Pero, recordando todo el daño que Pedro me había hecho, me mantuve firme. Aunque no supe cuánto tiempo podría hacerlo, pues mi decisión comenzó a tambalearse cuando vi lo que ese maldito pelirrojo me había dejado como propina.
—Serás… —lo maldije mientras mis manos temblaban al recoger el pase para los estudios y el billete de avión que llevaban mi nombre para contemplar una última actuación de ese hombre que, fuera buena o mala, no dudaba de que me llegaría al corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario