Bruno Baker, un atractivo hombre de unos cuarenta y nueve años, de hermosos ojos verdes y cabellos negros que hacía tiempo que habían comenzado a encanecer, había pasado toda su juventud en Hollywood siendo actor. Después de trabajar durante años delante de la cámara, ahora simplemente quería estar detrás. Ése era su segundo proyecto como director y resultaba bastante prometedor, ya que se trataba de filmar la película que adaptaba una famosa novela de gran éxito y fama. El rodaje, que él había creído bastante sencillo, se había complicado enormemente cuando el afamado escritor de la obra en cuestión se había presentado para dar su opinión a cada instante, cuando el actor principal parecía mostrar más química con una figurante anónima que con la protagonista y cuando la actriz principal se comportaba fuera de cámara como una víbora chillona que exigía más escenas de las que él le iba a dar.
Para desconectar un poco de todo, se había dedicado a pasear por los otros platós donde se rodaban distintas series y programas. Uno de ellos le llamó la atención al ver que grabaría un programa en directo con antiguas promesas del cine, actores y actrices que habían brillado durante unos breves instantes en Hollywood y que ahora pocos recordaban.
Mientras se preguntaba qué olvidada estrella pasaría por ese programa, recordó a una en particular a la que observó resplandecer ante él y cuyo brillo, a pesar de los años, nunca podría olvidar porque lo había conquistado por completo, tanto a él como a su corazón.
Esos hermosos ojos azules que siempre destellaban con optimismo, ese hermoso cuerpo que siempre se esmeraba en cuidar, esa deslumbrante sonrisa tan verdadera y única y tan difícil de encontrar en Hollywood, y la fuerza y la determinación con las que esa mujer se enfrentaba a todo la convertían en alguien imposible de olvidar.
Su nombre, a pesar de que se hubiera esfumado de su vida, siempre estaría grabado en su corazón y asomaría a sus labios cuando recordara ese brillo que la gran pantalla no había contemplado desde hacía mucho tiempo.
—Amalia Chaves… —susurró Bruno asombrado cuando vio a lo lejos a una hermosa mujer de cuarenta y seis años, cuyo brillo todavía lo atraía como el de ninguna otra.
Presumiendo de un bonito y escotado vestido que no muchas mujeres se atreverían a lucir, Amalia hablaba alegremente con alguien. Resuelto a saber quién era esa persona ante la que Amalia se reía tan despreocupadamente, tal vez un marido o un amante, Bruno se acercó hasta comprobar que sólo era un niño de apenas ocho años, una compañía que no resultaría ningún impedimento para que él se acercara a la mujer. O eso al menos era lo que Bruno pensaba antes de conocer a Romeo.
El niño pareció captar sus intenciones antes que Amalia, y, manteniéndolo en su punto de mira, no dejó de acribillarlo con la mirada mientras se acercaba a ellos. Decidido a ignorar las airadas miradas que el mocoso protector le dedicaba, Bruno se aproximó a la mujer que no había podido olvidar a pesar de los años.
—¡Pero si es Amalia Chaves! ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos? —dijo entrando animadamente en escena frente a todos, como siempre hacía.
—No el suficiente —contestó la aludida, apretando fuertemente los puños antes de volverse hacia él.
—Creí que nunca volverías a pisar Hollywood.
—Lo intenté en varias ocasiones. Luego recordaba que tú estabas aquí y perdía las ganas de volver a actuar con alguien tan falso como tú. ¿Cómo está tu mujer? ¿Le llegaste a pedir alguna vez ese divorcio del que tanto presumías? ¿La dejaste ser feliz con un hombre que la quisiera de verdad?
—Oh, cuando tú te fuiste para seguir con tu vida, no vi razón alguna para pedírselo. Murió hace unos años y ahora estoy solo. Ya sabes que ella no podía darme hijos y yo tampoco quise adoptarlos, y ahora no tengo a nadie que siga mis pasos, lo cual es algo de lo que me arrepiento.
—Los hombres como tú siempre están a tiempo de corregir ese infortunio… —dijo Amalia, señalándole a las jóvenes actrices que lo perseguían, más para hacerse un hueco en su película que en su cama, aunque en ocasiones creían que ambas posibilidades iban de la mano.
—Sabes que nunca me ha gustado jugar con niñas, estoy más interesado en las mujeres de verdad —replicó Bruno insinuante. Y cuando el mocoso que se interpuso en su camino casi lo pisó, tuvo que retroceder un poco para poder seguir hablando con Amalia—. Pero, dime, ¿qué fue de tu vida? ¿Te casaste? ¿Tuviste hijos? Y este encantador chiquillo que parece protegerte tanto, ¿quién es? —preguntó cuando el pequeño lo fulminó con la mirada, intentando alejarlo de su abuela.
—Él es Romeo, mi nieto. Tuve una hija maravillosa que se llama Paula. Paula Chaves… —declaró Amalia, recalcando con su apellido que durante mucho tiempo había estado sola. Y, apoyándose en su nieto, encontró el soporte que necesitaba para seguir actuando en esa escena que marcaba un doloroso reencuentro.
—¿Paula Chaves? —preguntó Bruno pensativo, intentando recordar por qué le resultaba tan familiar ese nombre. Hasta que cayó en la cuenta—. ¡Ah! Creo recordar que tu hija participa en mi película como una simple extra. Dime algo, ¿es tan soñadora como tú? Si quiere ser actriz y triunfar, tal vez podría presentarle a algunos contactos. ¿Por qué no cenamos para rememorar viejos tiempos y hablamos de ello? —propuso sensualmente, intentando tentarla.
—No hay nada bueno que recordar, Bruno. Yo fui una estúpida chica de dieciocho años que quería triunfar en Hollywood y que tuvo la desgracia de toparse con un joven y prometedor actor demasiado embaucador que la sedujo y luego la abandonó. Además, mi hija se parece más a su padre: le encanta estar detrás de la cámara y le gustaría ser guionista.
—Yo no te engañé, Amalia: te amaba —repuso Bruno con seriedad.
—No lo suficiente, o me habrías buscado.
—Amalia, siempre has sido muy soñadora. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que corriera detrás de ti como uno de los estúpidos personajes a los que representaba en mis películas? Tenía demasiadas responsabilidades de las que no podía escapar.
—Ya…, y yo no podía quedarme a tu lado o esperar por más tiempo. Pero eso forma parte del pasado, un pasado que no quiero recordar. Así que hola y adiós, Bruno Baker. No puedo decir que me alegre de verte, pero nunca me cansaré de repetir que siempre serás un maravilloso actor, tanto delante como detrás de las cámaras. Qué pena que, cuando éstas se apagan, estás totalmente solo… —manifestó Amalia antes de alejarse con su nieto.
Y, mientras que Bruno había hecho que perdiera esa sonrisa que tanto brillaba, el niño hizo que la recuperara cuando, gritando en voz alta unas palabras que Bruno estaba seguro de que iban dirigidas hacia él, reprendió a Amalia.
—¡Pero qué mal gusto tienes con los hombres, abuela! —declaró el impertinente niño.
Sin embargo, Bruno lo perdonó de inmediato, ya que gracias a él pudo volver a oír esa risa que tanto amaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario