Nada. Por más fotos de mujeres hermosas que contemplara, ninguna me decía nada cuando las imaginaba junto a mí en esas escenas de amor. Las palabras que ensayaba una y otra vez y que tenía que dejar salir de mis labios sonaban tan falsas que me atragantaba con ellas. Sólo cuando cerraba los ojos y la imaginaba a ella, a esa esquiva mujer que siempre ignoraba mis «te quiero», tal vez porque, como decía mi amigo, no lo gritaba lo suficientemente alto, me convertía en un hombre enamorado.
Puede que la gran interpretación que llevaba a cabo cuando la imaginaba a mi lado y mi pésima actuación cuando abría los ojos y no la veía junto a mí se debiera a que mi corazón gritaba que sólo Paula era la adecuada para realizar esa escena.
Después de dejar a un lado a todas esas bellezas, y sabiendo que no podía posponer por más tiempo la elección de la actriz principal de la película, llamé a la candidata más experimentada, más recomendada y más hermosa. La más apropiada a ojos de todos, excepto a los míos.
Daniela, tan vanidosa como cualquier actriz consciente de su belleza y su talento, aceptó mi proposición de convertirse en mi compañera de escena mientras no cesaba de insinuarse para serlo también fuera de cámara.
Mi respuesta ante su actitud fue despedirme de ella con el mismo tono amable que utilizaba con todas las mujeres, sin dejarle muy claro si aceptaba o no su proposición con una estudiada ambigüedad para que no se ofendiera y pudiéramos trabajar juntos, ya que mi corazón lo tenía muy claro: ella no era la adecuada.
Después de llamar a Gustavo para notificarle mi decisión, la respuesta de ese jodido pelirrojo fueron unos desaprobadores gruñidos mientras me recordaba lo mucho que me estaba equivocando, algo que yo ya sabía y que no hacía falta que nadie me señalara. No obstante, simulé ante él que sabía lo que estaba haciendo para recibir una única respuesta:
—En ocasiones te muestras como un pésimo actor, sobre todo cuando ella no está a tu lado.
Después de oír esa frase, colgué el teléfono con furia mientras gritaba a todo aquel que quisiera escucharme:
—¡Ése es el problema: que ella no quiere estar a mi lado! —y, por supuesto, nadie me escuchó, ya que me encontraba solo en mi habitación, preparándome para dirigirme hacia una nueva actuación en la que, una vez más, ella no estaría junto a mí.
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