Con mi boca sellé los labios de ese actor cuyas sabias palabras nunca deberían salir de un hombre tan despreocupado como él. Pero ante mí ya no tenía al actor, sino a ese hombre que me llevaba a reflexionar sobre mis defectos y mis fallos y enfrentarme a ellos.
Pedro podía recriminarme mis acciones o echarme en cara mi silencio, que le había hecho tanto daño, señalándome que yo había hecho lo mismo que mi madre, guardando mis secretos hacia mi hijo, un hijo que debía de haber sufrido de la misma manera que yo lo hacía en esos instantes. Y, aun sabiéndolo, me había negado a decirle nada de su padre.
Pero Pedro se limitaba a abrazarme con fuerza contra él, dándome el consuelo que necesitaba. En esos instantes creí en el hombre enamorado que tenía ante mí, en las palabras de amor que expresaban sus labios, en sus caricias y en sus besos, y entonces sentí miedo de estar confiando en una mentira. No obstante, decidí dejar de lado las dudas y los temores que siempre se interponían entre nosotros con la única idea de estar entre sus brazos.
De sus labios exigí esos besos que siempre me arrollaban y me llevaban a olvidarme de todo lo que no fuera su pasión, y mi lengua buscó la suya con impaciencia.
A pesar del amor que Pedro intentaba mostrarme en esos momentos, yo no quería una noche romántica que me hiciera soñar y pensar demasiado en nosotros, esa noche sólo quería un tórrido y excitante momento que me hiciera olvidar todos mis problemas.
Pedro trató de representar el papel de tierno enamorado por el que todas las mujeres lo adoraban en la pantalla cuando, aún manteniéndome en el cobijo de sus brazos, sus delicados besos comenzaron a descender por mi cuello. Pero yo no le permití ser ese hombre, y, tras sentarme sobre él a horcajadas en el amplio sofá donde nuestros cuerpos descansaban, le exigí:
—Hoy sólo tienes que ser el hombre que me haga olvidarme de todos mis problemas, aunque solamente sea por una noche.
Ante mis palabras, sus amorosas caricias, que querían demostrarme algo más que pasión, cesaron. Pero eso fue tan sólo hasta que comencé a rozarme descaradamente por encima de nuestras ropas contra su firme erección. Y, atrayendo sus labios hacia los míos, hundí las manos en sus cabellos, exigiéndole que se saliera de su aprendido personaje y que me proporcionase lo que yo deseaba.
Su lengua me dejó jugar con él, dándome poco a poco lo que necesitaba mientras intentaba seducirme de nuevo, haciendo que cayera en ese embrujo que él siempre ejercería sobre mí. Pero yo quería ver cómo Pedro se perdía en el deseo y se convertía en una persona tan irracional y descontrolada como podía llegar a serlo yo cuando estaba entre sus brazos.
A pesar de mis intentos de llevarlo a la locura, él me frustraba cuando mantenía sus manos alejadas de mi cuerpo, apretando fuertemente los puños, pero sin decidirse a tocarme.
Resuelta a hacerlo caer, sin apartar mis labios de su boca, sin dejar de reclamar la pasión de sus besos, me deshice de la blusa y del sujetador.
Tentándolo esta vez con la desnudez de mi cuerpo, comencé a mecerme levemente contra su duro miembro y, a pesar de ello, él no me tocó.
—¿Pedro? —pregunté preocupada.
Y cuando sus fríos ojos azules me miraron supe que hasta ahí había llegado su representación del hombre perfecto. El consuelo de sus brazos que yo había rechazado, exigiéndole únicamente sexo, lo había llevado a reclamarme todo lo que aún no estaba preparada para afrontar.
—Y dime, Paula, ¿Qué papel representas tú en la vida de Pedro Alfonso? —me preguntó con ironía. Y esta vez sus manos sí me tocaron, y mientras una de ellas apretaba firmemente mi trasero impidiendo que me moviera de mi lugar, la otra acariciaba distraídamente mi desnuda piel, haciéndome estremecer—. Tal vez deba hacer que recuerdes quién soy en tu vida, porque cuando alguien te pregunta, o no respondes o das la respuesta equivocada.
—Creo que… aún no hemos… definido… qué relación tenemos… — dije de manera entrecortada debido a las caricias de sus dedos, que rozaban lentamente la cumbre de mis erguidos senos mientras su aliento se deslizaba por mi piel, erizándola cada vez que hablaba.
Mis intentos por esquivar su pregunta lo llevaron a castigarme con un leve mordisco en uno de mis enhiestos pezones, haciendo que de mi boca escapara un gemido que se debatía entre el dolor y el placer al sentir su lengua pasando lentamente sobre él para calmarlo.
—Que eres mi amante es algo que no podemos negar, ¿verdad, Paula? — preguntó maliciosamente mientras su boca seguía torturando uno de mis senos y su mano acariciaba hábilmente el otro, haciéndome temblar de placer.
—Pero ¿Cuántas amantes tiene Pedro Alfonso? —repliqué mientras mis manos se apoyaban en su pecho, dispuesta a apartarlo cuando recordé los rumores de su relación con esa actriz.
—Ahora mismo sólo hay una mujer a la que deseo —declaró con contundencia. Y alzando sus caderas para que notara la evidencia de su deseo, me hizo trastabillar. Y mis manos, que pretendían alejarlo, finalmente se sujetaron a sus hombros mientras él me retenía contra su firme erección, mostrándome la veracidad de sus palabras.
—Pero… ¿por cuánto tiempo me desearás? —le pregunté, resistiéndome a darle un nombre a nuestra confusa relación.
—¿Quieres saber cuánto tiempo te he tenido en mi mente desde que nos separamos? —susurró en mi oído mientras la mano que descansaba contra mi trasero comenzaba a acariciarlo deslizándose hacia abajo para luego, simplemente, alzar mi falda despacio, descubriendo la delicada ropa interior de encaje que sólo había vuelto a utilizar cuando nos volvimos a encontrar.
Dejando expuesto mi trasero, que únicamente estaba cubierto con una fina tira de encaje negro, sus manos jugaron con ella, tirando de ese trozo de tela para hacer que se rozara contra la parte más sensible de mi cuerpo, mientras su dura erección seguía meciéndose contra mí.
—¿Quieres saber cuánto tardé en olvidarte en brazos de otra? —propuso Pedro maliciosamente al tiempo que sus manos continuaban guiándome hacia el placer, haciéndome imposible huir de sus palabras—. ¿Cuántas amantes he tenido desde que me dejaste marchar? —insistió, haciéndome daño.
Y yo, a pesar de mis deseos, intenté alejarme de él porque sus palabras podían llegar a herirme demasiado.
—No, no quiero… —respondí intentando zafarme de sus brazos. Pero Pedro, sosteniéndome fuertemente contra su cuerpo, me impidió huir de su confesión.
—Innumerables amantes —dijo finalmente, rompiéndome el alma, por lo que traté de esconder mi dolor de él. Sin embargo, él no me dejó, y, alzando mi apenado rostro, me hizo enfrentarme al resto de su confesión—. Y ninguna de ellas fue suficiente porque, simplemente, no eras tú.
Sus palabras me sorprendieron tanto que por un momento me quedé paralizada. Pero cuando sus labios volvieron a tomar los míos en un seductor beso, me perdí de nuevo en el deseo.
Sus dedos jugaron con mi cuerpo mientras yo me estremecía entre sus brazos, hicieron a un lado mi tanga y se hundieron profundamente en mi húmedo interior mientras su otra mano guiaba mis caderas, marcando el placer hacia el que me dirigían sus caricias.
Sus besos me embriagaron cuando, tras abandonar mis labios, comenzaron a descender por mi cuello hacia mis senos, los cuales no dudó en agasajar con cada uno de sus besos, adorándome con sus labios y con su lengua. Degustando minuciosamente el sabor de mi piel, haciéndome gemir de goce al torturarme con el leve roce de sus dientes, me obligó a gritar su nombre cuando las caricias de su boca y de sus manos me llevaban cerca de la cúspide del placer y éste cesaba justo antes de llegar al éxtasis.
Pedro hacía que mi cuerpo ardiera y que mis caderas lo reclamaran sólo para jugar conmigo y hacer que lo deseara cada vez con más desesperación. Yo quería ver cómo se descontrolaba entre mis brazos. Sin embargo, era yo la que no tenía control alguno, ni de mi pasión ni de mis sentimientos, en cuanto a él se refería.
Frustrada, tanteé sus pantalones hasta dar con el cierre. Y, bajando la cremallera, saqué su duro miembro de su encierro para sostenerlo firmemente entre mis manos.
Él gimió, perdiendo un poco la compostura, ante lo que yo sonreí satisfecha. Pero eso tan sólo duró hasta que Pedro volvió a hacer que me derritiera entre sus brazos, en esta ocasión con sus palabras.
—En mi vida siempre has tenido muchos papeles, Paula, y aunque te niegues a representarlos aún siguen ahí, esperando a que los reclames. Eres la mujer más bella a mis ojos, la que siempre desearé en mi cama, la que siempre perdura en mi recuerdo, pese a la distancia o el tiempo, la que no puedo olvidar a pesar de que me empeñe en ello, y la única que hace latir aceleradamente mi corazón.
Cuando sus manos buscaron las mías para posarlas en el apresurado latir de su pecho, yo volví a caer bajo el embrujo del hombre que amaba. Y mientras nuestros ojos se encontraban, sus manos rompieron mi escueto tanga para adentrarse en mi interior de una profunda embestida con la que todo su cuerpo me reclamaba mientras me conducía hacia el placer que ambos deseábamos alcanzar.
El hombre descontrolado que yo deseaba ver entre mis brazos comenzó a mostrarse cuando, cogiendo con brusquedad mis caderas, estableció un avasallador ritmo en sus embestidas, exigiéndome todo aquello de lo que yo no podía escapar mientras estaba entre sus brazos, perdida en mi placer.
—¿Por qué nunca estás a mi lado para reclamar ese lugar que siempre tienes en mi corazón? —preguntó hundiéndose profundamente en mí, haciéndome gritar—. ¿Por qué no puedes declarar ante todos que eres la madre de mi hijo, mi amante, la mujer a la que amo? —insistió, profundizando en mi interior con cada una de sus arremetidas.
Mis manos se agarraron a sus hombros, marcando con mis uñas el descontrolado placer hacia el que mi cuerpo era guiado.
—Y si tú guardas silencio, ¿por qué no me dejas que yo grite a todos el lugar que ocupas en mi vida? —manifestó mientras me abrazaba con fuerza y acallaba mi respuesta con un beso que exigía únicamente mi pasión.
Sus manos me alzaron, dejándome caer una y otra vez contra su duro miembro, un placer que mis caderas no tardaron en demandar siguiendo el ritmo de su pasión. Pedro me llevó hasta la cúspide del placer y en esta ocasión no paró. Ambos gritamos el nombre del otro al llegar al clímax, ocultando nuestra rendición con un beso que no tuvo fin mientras nuestros cuerpos temblaban.
En el instante en el que caí rendida y saciada sobre él supe que Pedro todavía esperaba una respuesta de mí cuando su cuerpo se tensó ante mi abrazo.
—Yo nunca te he impedido que le digas a nadie el papel que tengo en tu vida —susurré en su oído, pero cuando miré sus fríos ojos azules y oí su respuesta supe que no me creía.
—Sí lo haces, porque, si les digo a todos quién eres, huirás otra vez. El miedo a perderte me obliga a guardar silencio porque no sé si el destino volverá a cruzar nuestras vidas, dándonos otra oportunidad.
Sin poder replicar esas palabras, que eran absolutamente ciertas, me limité a guardar silencio, y eso hizo que Pedro se alejara de mí. Me apartó de su lado y se dirigió a su habitación. Yo no tuve el valor necesario para seguirlo y continuar enfrentándome a él, así que, tras arreglar mis ropas, me acurruqué en el sofá y susurré en silencio lo que no me atrevía a gritar en público:
—Te amo.
Cuando abrí mis llorosos ojos, para mi sorpresa, Pedro estaba ante mí sin decirme si había oído o no mis palabras. Me cogió entre sus fuertes brazos, y, llevándome a su cama, representó una vez más el papel de hombre enamorado, repitiéndome una y otra vez ese «te quiero» que siempre me gritaba mientras me hacía el amor.
Que yo creyera o no en sus palabras dependía enteramente de si mi corazón podía volver a confiar en él y arriesgarse en el amor.
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