jueves, 31 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 55

 

Las palabras de mi madre alentándome a perseguir mis sueños y a darle un final a mi historia me animaron para continuar adelante. A pesar de lo que yo había pensado todos esos años de ella cada vez que se iba de mi lado buscando cumplir los suyos, su vida en esa ciudad no había sido tan fácil como me había imaginado.


Era evidente, por como mi madre recordaba los viejos tiempos con su amiga Nicole, que el brillo que siempre desprendía Amalia en Londres se había perdido en Hollywood y, sin duda, había sido opacado por las demás estrellas cuando ella llegó a Los Ángeles en su juventud. Al contrario de lo que yo estaba acostumbrada a ver en Londres, en esa ciudad los amigos de Amalia no eran grandes estrellas que se paseaban aburridos en sus mansiones, sino personas tan fantasiosas como ella que aún querían alcanzar un sueño.


Nicole nos llevó hasta su hogar, situado en un viejo edificio de apartamentos de la calle Orchid, una simple construcción de ladrillo sin ningún ostentoso adorno que pudiera llevar a alguien a pensar que se encontraba en Hollywood, en una calle tranquila y sin salida. No obstante, Nicole nos mostró su hogar con ilusión y orgullo, ya que estaba cerca del corazón de Hollywood.


El apartamento se limitaba a un pequeño salón que incluía una minúscula cocina y un dormitorio provisto de un baño. Nuestra anfitriona nos informó de que el sofá-cama que había en el salón sería nuestro alojamiento, ante lo que creí que mi madre protestaría. Pero, para mi sorpresa, recibió la noticia de su amiga con una sonrisa mientras rememoraba el montón de veces que ese salón había sido su dormitorio mientras vivía en Hollywood.


Tras dejar las maletas en un gran armario digno de ver, ya que en su interior Nicole guardaba copias de los vestidos más hermosos que habían pasado por Hollywood, todos ellos hechos a mano por la propia Nicole, nos dirigimos a un supermercado cercano para comprar los ingredientes para la copiosa cena que la amiga de mi madre pensaba prepararnos.


Acompañando a la vivaracha mujer, nos enteramos de que su día a día no era nada fácil. A pesar de que su sueño fuera crear vestidos para las estrellas y que nunca hubiera logrado que alguna de ellas se pavoneara en la gala de los Óscar con una de sus creaciones, Nicole trabajaba vendiendo copias de esos hermosos vestidos por internet a chicas que fingían ser estrellas. A veces hacía algún pequeño papel de figurante para los estudios cuando la llamaban, interpretando casi siempre el rol de cadáver en películas de asesinatos o de grandes desastres naturales. También limpiaba algún que otro piso, además del bloque de apartamentos donde vivía para que la renta le saliera más barata y, en definitiva, la tenaz Nicole sobrevivía en esa cara ciudad desempeñando todo tipo de trabajos mientras intentaba alcanzar sus sueños.


Pese a las dificultades que encontraba en su camino y de que sus sueños fueran casi imposibles de cumplir, observé cómo ella, al igual que mi madre, le sonreía a la vida y nunca permitía que ésta le arrebatara sus ilusiones, por más obstáculos que se le pusieran por delante.


Tras salir del supermercado, y antes de retornar a casa, los adultos nos permitimos disfrutar de uno de esos cafés para llevar que nunca sabían a café. Y mientras mi madre y Nicole cruzaban la calle para tirar los envases al contenedor correspondiente, yo me permití mirar a esas mujeres luchadoras con gran orgullo.


—Míralas bien, Romeo: observa a esas dos mujeres. A pesar de las dificultades, nunca dejan atrás sus sueños, sino que, al contrario, se esfuerzan al máximo por alcanzarlos. Son un ejemplo a seguir —le comenté a mi hijo, que observaba escépticamente, pero cada vez con más atención, a su abuela mientras ésta y su amiga se desviaban de su camino para acercarse a una acera que acababan de reparar y de la que los obreros se habían marchado para tomarse un merecido descanso.


—¿La abuela, un ejemplo a seguir? ¿Tú estás segura, mamá? —me preguntó Romeo, alzando irónicamente una ceja.


—Sí: en este viaje mi madre me ha demostrado que, a pesar de lo alocada que pueda parecer, en el fondo es una mujer responsable que… — intenté continuar, pero tuve que guardar silencio cuando, para mi asombro y el de Romeo, Amalia y Nicole cruzaron las vallas de las obras y, después de mirar descaradamente a ambos lados, no tuvieron otra brillante idea más que dejar las huellas de sus pies en el cemento fresco y luego, para que no quedara duda alguna de la autoría de esa gamberrada, añadieron su firma con una ramita.


—Muy, pero muy en el fondo, ¿verdad, mamá? —preguntó mi hijo con recochineo, señalándome a su abuela.


Ante la evidencia que me mostraban mis ojos no tuve más opción que suspirar, resignada a ser la única adulta responsable de ese grupo. Y, mirando a Romeo, me desdije de mis anteriores palabras.


—Nunca sigas el ejemplo de tu abuela.


Luego crucé la calle, le arrebaté la ramita a mi madre y emborroné su firma y la de Nicole para que no fuera reconocible por nadie. Ellas se quejaron por mi intervención, pero mientras yo las reprendía ramita en mano, tropecé y, sin querer, también dejé mis huellas en el cemento.


Justo en ese momento volvieron algunos de los obreros de su descanso, pillándome in fraganti con un pie en el cemento y con la delatora rama con la que habían sido creados los garabatos en mi mano.


—¡Mierda! —susurré sin saber qué hacer. Y, por una vez, cuando mi madre me gritó uno de sus consejos, no dudé en hacerle caso.


—¡Corre! —exclamó, emprendiendo una rápida carrera con sus tacones de infarto sin perder en ningún momento el paso.


Y, mientras seguía los alocados pasos de mi madre, me pregunté dónde acabaría al secundar sus irreflexivas recomendaciones, que me llevaban a ponerme delante de una cámara en vez de detrás, para que el hombre que tanto daño me había hecho no pudiera ignorarme nunca más.




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