Después de que la actriz principal cayera al suelo al resbalarse con la maldita llovizna falsa que formaba parte de la escena, el director, molesto por mi pésima actuación, me miró y me preguntó mientras mesaba sus cabellos con frustración:
—¿Hay alguna chica por aquí con la que puedas hacer una escena de amor convincente?
Todos creyeron que un actor como yo elegiría a Daniela, esa maravillosa actriz que teníamos la suerte de tener en el plató en ese momento, pero mis ojos no la buscaron a ella, y ante el asombro de los demás, señalé a la chica vestida con ese traje amarillo chillón que todos detestaban.
Cuando muchos de los presentes comenzaron a murmurar sobre mi elección, con la que no creí que me dejaran continuar, el director, tal vez viendo en nosotros algo similar a lo que veía Gustavo cada vez que estábamos juntos, o tal vez desesperado por acabar su trabajo y, de paso, eliminar de su supersticiosa vista el traje amarillo que vestía Paula, aceptó, acallando todos los murmullos.
—Podría funcionar… —susurró. Y, mientras acariciaba pensativamente su barbilla sin darle a Paula opción de rechazar o no el papel, gritó—: ¡Llevadla a vestuario y a maquillaje! ¡Y aseguraos de ponerle unas almohadillas antideslizantes a sus tacones!
Tras ello, esperé su regreso con impaciencia mientras veía cómo Daniela se acercaba al director de rodaje, tal vez para tratar de convencerlo de que ella era mejor elección, pero éste, con una furiosa mirada, la relegó al mismo rincón que antes ocupaba Paula.
Cuando esta última llegó finalmente hasta mí, el personal de vestuario y maquillaje la habían convertido en un suculento regalo para la vista. Su bonita y lisa melena morena enmarcaba su hermoso rostro, haciendo destacar sus grandes ojos verdes. Ataviada con un hermoso vestido rojo de tirantes que se ceñía a su voluptuosa figura hasta la cintura, para luego quedar suelto rodeando sus piernas con su vaporoso tejido, Paula constituía un tentador presente que tuve ganas de desenvolver para luego disfrutar perversamente de él en la intimidad. No obstante, contuve mi pasión en escena para intentar mostrársela a ella cuando ya no estuviéramos delante de una cámara.
Debido a la mala suerte, o tal vez a la envidia de alguna de las mujeres del plató, que puso un pie entre los de Paula, ella tropezó y cayó sobre uno de los charcos del mojado suelo, empapándose. Con un aspecto ya no tan maravilloso para esa escena, pero igual de hermosa para mí, la ayudé a levantarse, porque yo seguía convencido de que ella seguía siendo la única adecuada para esa actuación.
El director negó con la cabeza mientras, desesperanzado, ordenaba que volvieran a activar la máquina que dejaba caer sobre nosotros una sutil llovizna, pero algún bromista sin gracia había cambiado los parámetros del aparato, provocando que cayera sobre nosotros una tromba de agua. Yo, que había cogido previsoramente mi paraguas para esa escena, no me mojé demasiado; pero Paula, a la que aún no se lo habían dado, acabó chorreando.
El director reprendió con severidad a los chicos encargados de los efectos especiales, incapaces de poner fin a esa lluvia porque se había averiado el panel de mandos que la controlaba. A continuación, miró la escena que tenía frente a él sin saber qué hacer.
Yo sabía que no sería descartado si se suspendía el rodaje y se demoraba para otro momento, pero Paula no tendría el mismo trato, y menos tras presentar ese aspecto, con el que no podría representar nunca el papel apropiado para una escena de amor. Así que, recordando alguno de los consejos que solía darme mi amigo, dejé de actuar, y cuando uno de los ayudantes de escena comenzó a dirigirse hacia Paula para entregarle un paraguas, se lo impedí, dejándola sola y desamparada bajo la lluvia.
El director me miró, extrañado por mis actos, pero cuando nuestros ojos se cruzaron, él supo que, si su cámara me seguía, obtendría una escena digna de mí.
Como había supuesto, Paula permanecía triste y sola, perdida en su marca y sin saber qué hacer, por lo que me buscó con la mirada. Y, cuando yo aparecí en la escena, en vez de dejarla correr hacia mí, fui yo el que, arrojando mi paraguas a un lado, corrió hacia ella para cubrirla del agua sólo con mis besos. Luego dije mi frase ante las cámaras y todo terminó con un sonoro y satisfecho «¡Corten!» procedente del director.
Paula continuó junto a mí, aturdida, sin comprender nada, hasta que le ofrecieron una toalla y se cubrió con ella para apresurarse a dirigirse a un camerino donde pudiera cambiarse y entrar en calor. Yo, sin poder apartar mis ojos de ella, recibí distraídamente las felicitaciones por parte de todos antes de alejarme y, como había hecho en esa escena, correr hacia ella para gritarle un nuevo «te quiero» con el que se diera cuenta de lo real que era cada uno de mis sentimientos hacia ella, tanto delante como detrás de las cámaras.
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