El tiempo para soñar se me estaba acabando y la película de mi vida aún no tenía escrito un final. Las responsabilidades que nos esperaban en casa a mi madre y a mí y que, por ahora, habíamos dejado en manos de otros, nos exigían que ambas volviéramos a nuestro hogar y dejáramos de soñar con las estrellas que nunca podríamos alcanzar.
El período de vacaciones de Romeo estaba a punto de finalizar y yo ya no podía seguir jugando a ser una alocada actriz de Hollywood, sino que tenía que volver a ser la madre trabajadora y responsable, la mujer que seguía intentando alcanzar sus sueños con serenidad y cabeza. Lo difícil para mí era cómo seguir intentándolo si esos sueños habían cambiado para acoger ahora la irreal idea de un final feliz junto a un maravilloso actor.
Para mí la actuación se estaba terminando, y no me importaría demasiado ponerle fin a un trabajo que no me apasionaba, de no haber sido porque dejaba a ese actor atrás, uno que aún me tenía enamorada, tanto delante como detrás de la pantalla.
Después de la noche en la que exigí el consuelo de Pedro, había habido muchos momentos para nosotros, pero también muchos incómodos silencios en los que sus ojos siempre me reclamaban que expresara en voz alta mis sentimientos y que reclamara un lugar a su lado como él lo hacía conmigo a cada instante, estuviera frente a su público o no.
Pero el problema con Pedro era que él nunca se quitaba la máscara ni abandonaba su papel, y cuando gritaba su amor delante de otros, lo hacía entre bromas y ensayados gestos de seducción que no convencían a nadie de la veracidad de sus palabras. Reclamar mi corazón delante de su público era algo que Pedro había convertido en un espectáculo, tanto para sus soñadoras admiradoras como para sí mismo. Y cuando yo lo escuchaba, sus palabras solamente me alejaban más de él, porque no estaba dispuesta a esperar para siempre a que acabara con su eterna interpretación y me mostrara sus verdaderos sentimientos.
La invitación que había recibido ese día para celebrar con todo el equipo la despedida de alguno de los extras me indicaba que el fin de mi escena se acababa, y yo dudaba todavía sobre si participar una vez más en ese espectáculo que podía ser Hollywood.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó mi madre con curiosidad al ver la indecisión en mi rostro.
—Nuestra última entrada en escena —respondí mientras le enseñaba la invitación a esa fiesta, junto al cheque con el que me decían adiós.
Creí que mi madre reaccionaría protestando por, tal vez, querer disfrutar un tiempo más del esplendor de Hollywood, quedarse en la ciudad para intentar buscar su lugar en ella y quizá para tratar de conquistar a mi padre, porque, a pesar de las heridas que guardaba, nadie podía negar que Amalia aún sentía algo por ese hombre. Sin embargo, sorprendiéndome como siempre hacía, ella permaneció a mi lado.
—Muy bien. Pues entonces vamos a hacer una entrada a lo grande, para que no puedan olvidar nunca que estuvimos aquí.
—¿Qué tienes pensado? —pregunté, sabiendo perfectamente de lo que era capaz.
Mi madre me dirigió hacia el gran espejo del tocador de su amiga, y, colocándose detrás de mí, me hizo contemplar cuánto había cambiado desde conocí a Pedro.
—Has brillado para llamar la atención de ese hombre en medio de tantas estrellas, y lo has conseguido. Pero, ahora que te vas, tienes que recordarle quién eres realmente —declaró mientras me hacía recapacitar sobre esa cuestión: quién era yo ahora.
En esos momentos no era la perdida y lamentable chica que se escondía de todos, siendo una mera espectadora de su propia vida que escribía escenas para su guion sin experimentarlas. Tampoco era la brillante estrella en la que mi madre intentaba convertirme para estar al nivel de muchas de las mujeres que había en Hollywood. No, simplemente era una mujer que había experimentado la alegría, la tristeza, el amor, el dolor, el odio y la felicidad y que, en este momento de mi vida en el que me había reencontrado con el único hombre que me hacía salir de mi disfraz, solamente podía recordar lo que una vez fui a su lado y lo que volvía a ser en la actualidad cada vez que me encontraba entre sus brazos.
—Sólo soy una mujer enamorada… —anuncié en voz alta antes de decidirme a luchar por ese hombre y por hacerme un hueco en su vida y en su corazón a pesar de la distancia que se establecería entre nosotros cuando me fuera, porque esa distancia física jamás sería tan grande como la que habían interpuesto nuestros corazones en cierta ocasión al no confiar en ese amor que ambos sabíamos ocultar tan bien cuando comenzaba nuestra eterna interpretación.
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