Cuando a la mañana siguiente entré en el plató exterior, me sentí como si mis sueños se hicieran realidad. Todo lo que había estudiado durante años estaba frente a mí: había cámaras posicionadas en varios ángulos para filmar los encuadres ordenados por el director; un microfonista asistente del mezclador de sonido, cuya principal tarea era la colocación de los micrófonos, especialmente el de cañón, que sostenía con su largo palo para obtener los mejores diálogos entre los actores; la maquilladora se aseguraba de retocar a los protagonistas, la encargada de vestuario colocaba las ropas de algún extra y el escenógrafo daba órdenes para cambiar algún pequeño detalle del decorado en el último momento que terminara de contentar al director.
Éste, por su parte, se encontraba alejado para ver con mejor perspectiva las escenas para su película, y, sentado en una silla con su nombre, esperaba el momento adecuado para darle la señal a su asistente, quien entonces accionaría la claqueta y daría comienzo a la grabación.
Cerca del director, susurrándole al oído sus quejas o sus sugerencias, se encontraba Gustavo Johnson, el autor de esa obra. Y, peleándose con éste, un pequeño individuo bastante alterado que no tuve dudas de que era el guionista.
Por último, los actores que actuaban como extras inundaban la escena simulando que el artificial decorado que representaba la terraza de una cafetería era real y paseaban mientras los protagonistas desempeñaban su actuación.
Después de observarlo todo con una sonrisa, hice mi entrada en escena, tan alegre y orgullosa como mi madre me había indicado que hiciera. Pero mis ánimos se vinieron abajo en cuanto me señalaron que yo solamente sería una extra para esa película, una figurante anónima sin la menor importancia que se pasearía una y otra vez por delante del protagonista y en la que nadie se fijaría. Me dolió que me recordaran de esa manera tan brutal cuál era mi lugar, uno que había aprendido de memoria en la vida real y que ahora tenía que volver a representar frente a la cámara.
Yo era la mujer en la que nadie se fijaba, la chica que siempre pasaría desapercibida para el protagonista, y, aun así, tuvieron que repetir varias veces esa escena porque Pedro parecía seguirme con la mirada en más de una ocasión en la que sus ojos deberían estar fijos en los de la hermosa actriz principal.
¿Qué pretendía mirándome tan intensamente como hacía años, fijándose en mí como solía hacer en el pasado, devorándome con los ojos como si apenas hubiera transcurrido un día desde nuestro encuentro en la universidad, cuando en verdad habían pasado años? ¿Qué esperaba lograr mostrándose ante mí con una estúpida sonrisa en el rostro, como si nunca me hubiera roto el corazón ni me hubiera herido terriblemente con su rechazo y sus burlas hacia mi hijo?
Tal vez, si hubiera estado sola, podría haber llegado a ser tan idiota como para caer de nuevo entre los brazos de ese embaucador y creer en sus falsas palabras, pero mi hijo, al que adoraba, me daba fuerzas para rechazar su intensa mirada cada vez que me la encontraba. En esas ocasiones, en vez de recordar su amor, sólo rememoraba sus burlas y el dolor.
Mientras sus ojos me perseguían con deseo, los míos lo contemplaban con ira, y cuando ambas miradas se cruzaban en alguna escena en la que no deberían hacerlo, él me prometía silenciosamente, con sus intensos ojos azules llenos de deseo, que volvería a llevarme a la cama. Mientras tanto, yo negaba con la cabeza y le replicaba del mismo modo silencioso que al único lugar adonde yo lo llevaría sería al mismísimo infierno.
—¡Corten! —exclamó Gustavo una vez más, interrumpiendo a todos. Y cuando el director lo miró bastante enfadado y estaba a punto de echarlo del plató, el irritante pelirrojo dijo algo con lo que todos parecieron estar de acuerdo, ya que él era la persona que mejor conocía a los personajes de su libro—. Esa chica no sirve para actuar como expareja del protagonista. ¿Dónde está la ira, el odio o el desahogo que sentiría al propinarle una más que merecida bofetada al hombre que le ha hecho tanto daño? Necesitamos a otra, a una a la que no le tiemble la mano al golpear a Pedro.
—Yo… yo… yo puedo hacerlo —manifestó débilmente la chica que tenía ese papel, que no incluía ni una sola frase, sino únicamente darle a Pedro una sonora bofetada y mirarlo con odio, algo que yo hacía a la perfección sin necesidad de ensayar.
—¿De verdad? Vale, ¡pues muéstranoslo! —reclamó Gustavo, cabreado con la indecisión de la mujer.
Y, como todos habíamos visto hasta entonces, ella cogió impulso con la mano para abofetear a Pedro, frenándose en el último momento para acabar dándole una simple caricia en la mejilla.
—No te preocupes, cielo: sólo son los nervios. ¡Estoy seguro de que podrás hacerlo! —manifestó zalameramente Pedro mientras cogía amablemente la temblorosa mano de la actriz entre las suyas, representando, como siempre, al hombre educado y perfecto, al príncipe encantador que no era, ya que en el fondo sólo era un cabrón.
—No, no podrá hacerlo: te admira demasiado. Veamos…, ¿hay aquí alguna mujer que no adore a este hombre y que pueda darle una bofetada en condiciones? —inquirió Gustavo en voz alta, una petición con la que el director parecía estar de acuerdo.
Ante la oportunidad que me ponían en bandeja, yo no dudé en levantar rápidamente la mano, emocionada, mientras daba algún que otro saltito para que me vieran y ser la elegida. Finalmente Gustavo me sonrió con malicia, sabiendo de lo que era capaz, y el director me señaló entre suspiros.
—Bueno, de acuerdo. Veamos qué puedes hacer… —declaró con resignación, probablemente creyendo que yo era otra fan más de Pedro que querría tener la oportunidad de estar junto a él.
Momentos más tarde, las luces se encendieron, las cámaras comenzaron a grabar, y cuando el director dio la señal y Pedro me dedicó una de sus falsas sonrisas, una de esas que yo siempre había odiado, no pude evitar hacer todo lo posible para borrarla de su rostro.
—Yo… —comenzó a decir Pedro. Y antes de que continuara, le solté una sonora bofetada—. Te… —continuó él, ante lo que mi mano se movió de nuevo, con más fuerza todavía—. quiero… —terminó el muy mentiroso, ganándose otra buena torta.
Y cuando estaba preparando mi mano para regalarle una buena somanta por pronunciar ante mí esas falsas palabras de nuevo, Pedro retuvo mi mano y miró mi satisfecha sonrisa, molesto y dolorido, para preguntarme ante todos:
—¿Es que no me vas a dejar decir mi línea?
—¿Para qué, si todos sabemos lo buena que es tu actuación? —susurré, recriminándole lo falsas que eran siempre sus palabras.
Y, soltando mi mano, la dejé ir hacia Pedro cargada con toda la ira que tenía acumulada hacia él desde hacía años. Logré borrar de su rostro esa perfecta sonrisa que habitualmente mostraba ante todos con una sonora bofetada que resonó por todo el plató.
El silencio se hizo en el lugar ante mi atrevimiento. El asombro que todos mostraron ante mi actuación, junto con las airadas miradas que dirigieron hacia mí algunas mujeres que idolatraban a Pedro, me llevó a pensar que pronto me echarían de escena a patadas. Pero, para mi sorpresa, el director anunció eufórico:
—¡Eso! ¡Eso es simplemente perfecto!
Con el beneplácito del director a mi actuación en esa escena, Pedro suspiró aliviado mientras se acariciaba la dolorida mejilla y me fulminaba con la mirada. Pero, como si Gustavo supiera que su amigo se merecía más de un tortazo, anunció para alegrarme el día:
—No sé yo…, creo que deberíamos repetir la escena.
Y, remangándome la blusa, me preparé para darle a ese hombre parte de lo que se merecía, delante y detrás de la cámara.
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