jueves, 31 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 45

 


Ocho años más tarde


Desde mi lujoso ático en la planta cuarenta de un impresionante rascacielos, disfrutaba de las privilegiadas vistas de Los Ángeles que me habían proporcionado mi dinero y mi fama. Tal vez, con sus ocho dormitorios, su amplio salón con chimenea, sus cuatro baños y otras tantas terrazas, era uno de los áticos más caros de la ciudad. Su interior había sido amueblado con bastante glamur por un famoso diseñador de interiores que había preferido aprovechar los espacios abiertos y la luz natural de sus grandes ventanales, combinándolos con muebles de finos acabados. No obstante, yo le había dejado claro mis gustos para que me creara un salón abierto que incluyera una cocina americana, así como una enorme sala de juegos totalmente equipada con todos los chismes tecnológicos del momento.


Mi hogar formaba parte de un espectacular complejo de apartamentos donde vivían más estrellas de la gran pantalla, como yo, y lo había adquirido por la recomendación expresa de mi representante. El complejo incluía un portero las veinticuatro horas, un conserje, servicio de limpieza y de habitaciones, por si a los residentes se nos antojaba cualquier capricho, además de un altamente eficiente servicio de seguridad privada que custodiaba todo el recinto, asegurándose de que nadie pudiera invadir mi intimidad cuando corría por el sendero privado o hacía uso de alguna de las instalaciones exteriores, como las terrazas, la piscina, el solárium o el gimnasio.


En este lujoso lugar estaba completamente protegido, alejado de cualquier fanático curioso que quisiera molestarme de cualquier modo. No obstante, había momentos en los que me sentía terriblemente solo y únicamente deseaba que alguien me interrumpiera, aunque fuese algún pesado comercial que quisiera venderme algo.


Dejando a un lado mi nuevo guion, suspiré frustrado mientras repasaba una vez más cuál sería mi papel. Delante de una cámara podía perderme y convertirme en un hombre distinto en cada ocasión: en un canalla, en un héroe, en un asesino o en un justiciero…, pero los únicos malditos papeles que me ofrecían eran los de enamorado. Estaba encasillado en un papel que en un principio para mí sólo fue un juego, pero que ahora me llevaba a recordar, una y otra vez, lo que podía doler estar enamorado. El maldito de mi amigo Gustavo había tenido razón: yo ponía demasiado de mí en los personajes que interpretaba y los dotaba de mis propios sentimientos, obligándome a rememorar delante de la pantalla, una y otra vez, el momento en que me enamoré.


En cada una de las tomas seguía fielmente lo que estaba escrito en mis guiones y nunca me equivocaba, porque todos me indicaban qué tenía que hacer o decir para que saliera bien. Pero cuando llegábamos al final feliz de esa historia y la cámara se apagaba, yo tenía que recordar que estaba solo y que ese final feliz era falso y que nunca había sido para mí.


Muchos dirían que, con todas las mujeres hermosas que habían pasado por mi vida, alguien como Paula habría sido fácil de reemplazar, circunstancia que yo había intentado lograr continuamente pero, para mi desgracia, mi corazón había elegido por mí. Hasta el punto de que de mi boca no podía salir un «te quiero» si no la recordaba a ella, si no me imaginaba que era Paula la mujer que tenía ante mí en todas y cada una de mis escenas de amor.


Dolía tanto representar esos papeles… y, aun así, no me negaba a ellos porque, mientras duraba la filmación de esa película, podía fingir que mi historia de amor había sido reescrita y que, en esa ocasión, tendría el final feliz que Paula y yo nos merecíamos.


Habían pasado nueve años desde que la había dejado atrás. Nueve años desde que nos separamos, y no había un solo instante en el que no me preguntara si ella me habría olvidado ya, si habría formado una familia o si alguna vez se acordaría de mí o de esas palabras mías en las que nunca creyó.


En ocasiones soñaba que nos volvíamos a encontrar y esos sentimientos que ambos habíamos guardado resurgían de sus cenizas, que yo volvía a repetir ese «te quiero» y que ella lo creía, que creía en mí y en nuestro amor… No obstante, los sueños eran sólo eso, meras fantasías inalcanzables que alimentaban las esperanzas de algo que estábamos muy lejos de lograr.


La realidad era muy distinta: yo seguiría en mi vida con esa máscara de actor encantador que solamente ella sabía quitarme, mientras que Paula seguiría viviendo la suya sin recordar siquiera mis palabras o mis «te quiero», creyendo erróneamente que eran tan falsos como yo.


Si tan solo tuviera una nueva oportunidad de encontrarme de nuevo con ella, la única persona que conseguía que dejara atrás mi máscara, y pudiera convertirme en ese patético hombre que tan sólo quería amarla, tal vez en esa ocasión no cometería los mismos errores y no la dejaría marchar con tanta facilidad…


Dejando a un lado las ensoñaciones y volviendo a la realidad, me dediqué a continuar repasando el nuevo guion. En él, el protagonista se reencontraba con la mujer a la que amaba después de muchos años de separación y, en esta ocasión, su relación funcionaba. Ante esta historia no pude evitar recordar la mía, deseando que mi vida fuera como las de las películas que solía hacer mientras preguntaba al destino, indignado, antes de arrojar a un lado ese maldito guion titulado estúpidamente Un hada madrina para dos:

—¡¿Y se puede saber dónde está mi puñetera hada madrina?!




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