El dolor frente al cual había protegido a mi corazón al fin me había alcanzado, y de la forma más estúpida.
Tanto tiempo escondiéndome de ese sentimiento para que no me hiciera daño, y luego iba y lo experimentaba de la forma más inadecuada. No me había dado cuenta de que estaba enamorada después de haber salido durante un tiempo con un chico, ni después de ser seducida con pasión o tras perseguir a alguien a quien admirara. No…, me había dado cuenta de que estaba enamorándome de ese pésimo actor cuando lo oí decirle a otra las mismas palabras de amor que me había dedicado a mí en nuestra única noche de pasión. Entonces sentí cómo esas palabras abrían una herida en mi corazón.
Sus ensayadas frases me dolieron más que nunca cuando me di cuenta de que, para él, estar conmigo solamente había sido una representación más que apuntar en su libreto para poder mejorar el punto débil de sus actuaciones.
Ese hombre al fin me había demostrado lo buen actor que era, dentro y fuera de la cama, y yo no podía recriminárselo porque yo misma se lo pedí aquella noche. Pero es que, por unos instantes, al estar entre sus brazos, al oír sus palabras o notar sus besos, había sentido que me mostraba una parte de él que nunca le enseñaría a nadie más. Por unos momentos creí que ese ensayado «te quiero» era de verdad, y no otra más de sus farsas. Pensé que ese hombre que se mostraba ante mí era el que nadie conocería nunca detrás del actor, el que quedaba cuando se apagaban las cámaras y su actuación llegaba a su final.
Pero me había equivocado: ese hombre únicamente me había concedido una sublime actuación privada, no su corazón.
Esa mañana, después de haber faltado durante un tiempo a la universidad, de aislarme de todo durante días para escribir un nuevo guion que él me había inspirado, un guion en donde el actor principal era simplemente un hombre y no un héroe o un galán, fui a él con una sonrisa…, sólo para acabar volviendo en medio de mis lágrimas.
Pero la única culpable era yo. El amor no era para mí y yo lo sabía. No obstante, me había permitido sentir demasiado por una persona que nunca sería para mí.
Sin saber adónde ir, mis pasos me llevaron hasta ese triste callejón detrás del pub de tío Alberto, donde todos dejaban sus amargas quejas contra el amor. Y, sin poder evitarlo, cogí mi rotulador y escribí, señalando la frase que Pedro dejó en él.
—¡Te odio! ¡Mentiroso! ¡Mentiroso! ¡Mentiroso! —A cada palabra que le gritaba a ese muro y que escribía en esa pared, mis lágrimas se derramaban por mi rostro, empañándome la visión de lo que había escrito Pedro, que nunca llegaría a ser verdad.
De repente, una mano me arrebató el rotulador. Cuando me volví para exigir que me devolvieran mi única forma de desahogo, encontré ante mí a mi madre, la versión de Amalia Chaves más imperfecta y humana que nunca había visto. Mi madre, con sus rubios cabellos recogidos en un pañuelo, unos viejos vaqueros y una arrugada camiseta que olía a comida y que demostraba que había estado ayudando en el bar, me abrazó. Y, a pesar de que yo quisiera rechazar una muestra de cariño y amor que para mí llegaba demasiado tarde, ella no me lo permitió y volvió a acogerme otra vez entre sus brazos para que dejara salir todas las lágrimas de dolor que aún embargaban mi corazón.
—¡Tú no lo comprendes! ¡Tú nunca me entenderás! —grité una vez más tratando de alejarme de ella, sabiendo que la hermosa y glamurosa Amalia Chaves nunca habría sido tan estúpida como yo.
—Te comprendo mejor de lo que crees, hija —replicó mi madre. Y, pasando los dedos por las amargas palabras de ese callejón, buscó unas que me señaló—: «Te odio porque siempre cometo el error de enamorarme de ti» —leyó, para luego seguir señalándome otros mensajes con su letra—: «Te odio porque he vuelto a enamorarme y siempre me haces daño. Te odio porque sigo creyendo en tus palabras y sé que son mentira. Te odio porque, a pesar de estar lejos, aún pienso en ti». —Y, dirigiendo el rotulador que tenía entre las manos al muro, escribió un nuevo mensaje, mostrándome que su vieja historia de amor aún le dolía—: «Te odio porque, a pesar del tiempo que ha pasado, aún no puedo olvidarme de ti». —Después de leer sus palabras, mi madre dejó de nuevo el rotulador en mis manos—. ¿Sabes algo, Paula? A pesar de los muchos años que han pasado, duele como el primer día. Pero el dolor, como el amor, son parte de la vida, y no debemos huir de ellos por miedo a experimentarlos porque, si nos escondemos, finalmente no disfrutaremos de las sorpresas que la vida nos ofrece, sean buenas o malas —dijo mientras limpiaba mis lágrimas con su camiseta, pareciéndose por primera vez a una madre.
—No creo que esta experiencia haya traído nada bueno a mi vida — respondí, todavía dolorida al recordar las palabras de Pedro.
—Te ha traído un gran guion —apuntó ella tras ver asomar mi manuscrito entre mis libros.
—Sí, puede… —admití, recordando la pasión que les había concedido a mis personajes, sólo después de haberla sentido junto a Pedro—. Pero a él le ha regalado mejorar su interpretación —declaré irónicamente, recordando lo que ambos habíamos conseguido después de esa estúpida noche en la que actuamos como dos enamorados.
—Los buenos actores siempre son los peores, hija mía: nunca debes creer en ellos —dijo mi madre, dejando entrever un poco de amargura en sus palabras.
—Mi padre era un gran actor, ¿verdad? —pregunté intentando sonsacarle la verdad una vez más.
—No, cariño: tu padre era un gran cabrón —contestó ella, haciéndome reír mientras me daba la espalda y se alejaba hacia el viejo bar de mi tío con ese aire de reina que ella siempre luciría ante todos, pasara el tiempo que pasase.
Yo la seguí, decidida a tomar ejemplo de la mujer más fuerte que había visto en mi vida, aunque de eso no me hubiera dado cuenta hasta ese momento.
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