Aún no podía creer cuánto había cambiado mi vida desde que conocí a Pedro y cuánto más podía llegar a cambiar desde que él se fue, pensé, acariciando de forma protectora mi vientre. En el momento en el que recibí los resultados de algo que yo ya sabía, como si el destino quisiera reírse de mí, el rostro del hombre que debería estar a mi lado comenzó a salir en todas las revistas de cotilleos que se paseaban por la consulta. En ellas podía contemplar de nuevo esa falsa sonrisa que Pedro exhibía ante todas y, cómo no, en esta ocasión y al igual que siempre, iba muy bien acompañado. Y mientras él había comenzado a brillar en Hollywood, yo había empezado a marchitarme al ver que mis sueños se alejaban cada vez más de mis manos.
Tras llegar a casa de mi madre, ella, mostrándose mucho más fuerte que yo, me planificó un nuevo camino en el que cursaría a distancia mis estudios universitarios y compaginaría los exámenes con mi trabajo en su agencia, una agencia que, sorprendentemente, al contrario de lo que yo pensaba, había comenzado a funcionar.
Mi familia me demostró que mi hijo sería tan querido como yo lo había sido al ofrecerse a turnarse para cuidar de él cada vez que lo necesitara, pero cuando varios me preguntaron por la identidad del padre y yo guardé silencio, para mi sorpresa, fue mi madre quien habló.
—Yo lo sé —dijo interrumpiendo las hostigadoras preguntas que se alzaban a mi alrededor. Y, cuando todos los ojos se fijaron en ella, esperando la respuesta a la vez que yo me mordía los labios, nerviosa por no saber si ella conocía el nombre de ese hombre y si lo pronunciaría en voz alta en contra de mis deseos, mi madre nos sorprendió a todos contestando —: Se llama «Cabrón».
Comprendiendo que solamente había acudido en mi ayuda y que no me obligaría a confesarle ese nombre hasta que estuviera preparada, le dediqué una sonrisa cómplice. Nuestros demás familiares, suspirando, se resignaron a no saberlo nunca y comenzaron a ilusionarse con mi hijo.
En un momento en el que la celebración era demasiado bulliciosa para mí, me alejé y salí hacia el balcón. Y, alzando una mano, intenté alcanzar una estrella que brillaba cada vez más lejos de mí, pero no podía, porque para alguien como yo eso era simplemente imposible.
—Tienes que decírselo —oí la voz de mi madre mientras me arropaba con una manta para protegerme del frío que no había sentido hasta ese instante mientras observaba distraída el resplandor de las estrellas.
—¿Por qué? —pregunté sin saber si querría volver a hablar con Pedro porque, tal vez, ni mi hijo ni yo tendríamos un lugar en su vida y oír eso me rompería nuevamente el corazón.
—Para que no te arrepientas algún día y te tortures durante toda tu vida con la duda de qué habría pasado si hubieras hablado con él —respondió ella, perdiéndose por un momento en esas lejanas estrellas como si fueran para ella un amargo recuerdo.
—¿Y si duele?
—Si te rechaza, te dolerá. Pero el dolor pasará, y el día de mañana, cuando vuelvas a encontrártelo, podrás sonreír complacida sabiendo que tú disfrutarás toda tu vida de algo que él desdeñó sin sospechar lo idiota que fue. Así que dale la noticia de una forma firme y contundente, para que no le quede ninguna duda de que él es el padre. Pero hazle saber también que, si decide no aparecer, el único que perderá será él —dijo mi madre antes de alejarse hacia el interior de la casa, tan fuerte, tan altiva y tan divina, convirtiéndose por primera vez en una mujer a la que yo quería parecerme.
Y, al contrario de los que muchos podrían pensar, no era por su belleza, sino por su arrojo, su fuerza y su valentía al haberse enfrentado a todo lo que yo tenía que afrontar ahora y creía que no podía.
Decidida a seguir su consejo, aunque sin tener su mismo coraje, escribí decenas de cartas en las que intentaba explicarle a Pedro los sentimientos que aún guardaba por él, lo arrepentida que estaba por no haber corrido hacia él y los motivos por los que no lo hice, el miedo que me atenazaba al enfrentarme sola a un embarazo…, pero también, mientras escribía acariciando mi barriga, le conté cómo me sentía ante la nueva vida que habíamos creado, y en esa carta soñé con cómo sería nuestro hijo el día de mañana y especulé con un brillante y esperanzador futuro si él estaba a mi lado.
A la mañana siguiente me fui en busca de Gustavo, ese molesto pelirrojo que declaraba ser amigo de Pedro, aunque en ocasiones no lo pareciera.
Él no me hizo ninguna pregunta sobre por qué quería su dirección ni me exigió ninguna explicación, simplemente me dijo que corriera a su lado.
Pero yo no podía hacer eso, así que continué con mi plan de mandarle a Pedro mi carta para ver si mis palabras lo alcanzaban y su respuesta me ofrecía la fuerza suficiente para correr tras él.
No obstante, mientras esperaba mi turno en la oficina de correos para mandar la carta, vi de nuevo pululando junto a mí las revistas donde él aparecía. En esta ocasión, Pedro mostraba una coqueta sonrisa junto a una famosa actriz que permanecía colgada de su brazo. Ya fuera por las hormonas o por los celos, le arrebaté su revista a la mujer que tenía delante de mí en la cola. Ella intentó recuperarla, pero, tras ver mi furiosa mirada, me dejó leer tranquila la entrevista de Pedro.
Si la imagen de la portada me hizo daño, no fue nada en comparación con el que me hicieron sus palabras. En esa entrevista, Pedro aseguraba no haber amado nunca a nadie o haber pronunciado esas palabras de amor con las que a mí me había perseguido a cada instante, hasta hacerme creer en ellas.
Me dolió tanto leer las despreocupadas palabras de ese mentiroso que no creí que ese hombre se mereciera que compartiera mis sentimientos con él, ya que, si sólo había jugado conmigo, hacerlo únicamente serviría para humillarme un poco más. Así que, rompiendo esa carta, le escribí otra con la que le enviaba un contundente mensaje con el que no le quedara ninguna duda de que era padre, pero con el que también le indicaba que no lo necesitaba, ni a él ni sus mentiras, que sólo sabían hacer mucho daño.
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