jueves, 31 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 115

 


Había pasado una semana desde que había mandado a Gustavo a entregar mi mensaje, y aún no sabía si ella vendría o no. Todo estaba preparado. Los pases para las personas que yo quería que vieran el rodaje de esa primera escena estaban enviados. Mi proyecto anterior había finalizado y estaba listo para comenzar a grabar esa nueva película.


Como Gustavo me aseguró, me había ayudado a llegar a los oídos adecuados, unos oídos en los que sólo tuve que susurrar las palabras correctas para hacerme con ese proyecto, y mis encantos hicieron el resto.


El equipo que me rodeaba para mi primera grabación era el que yo había elegido a través de algunas peticiones caprichosas, y la escena que tenía planeada, la que yo quería interpretar, se desarrollaría tanto dentro como fuera del escenario. Yo al fin estaba listo para representarla, a pesar de la incertidumbre, pues, aunque sabía cómo empezaría, no sabía cómo acabaría.


Cuando llegué al plató, saludé desde lejos a mi insolente amigo, que había traído consigo un gran bol de palomitas mientras trataba de acomodarse en la silla del director, preparándose para el espectáculo. No tardé en oír quejas sobre el comportamiento de Gustavo, un comportamiento con el que yo estuve de acuerdo, aunque eso aún no podía decirlo en voz alta.


—¿Se puede saber qué hace tu amigo aquí? —me preguntó Felicitas algo molesta.


—Es mi apoyo y mi crítico en escenas como ésta.


—Pues entonces haz el favor de controlarlo si no quieres que lo arruine todo —me exigió pensando que eso me haría recapacitar sobre mi decisión —. Ese insultante escritor ha ofendido gravemente a Ramiro Howard, nuestro afamado guionista, cuando éste le ha pasado su guion pidiendo su opinión y Gustavo se ha atrevido a sacar un rotulador rojo para marcar todos los fallos que, según él, contenía el texto.


—¿Ah, sí? ¿Y ha encontrado muchos? —pregunté sabiendo lo crítico que podía ser Gustavo.


—Sólo uno… —respondió Felicitas con furia mientras ponía en mis manos la copia del guion que había corregido Gustavo, en la que el nombre de Ramiro, el falso autor, había sido tachado para ser sustituido por el correcto: Paula Chaves.


Sonreí ante la acertada corrección que mi amigo había realizado, para luego susurrarle al oído a mi manipuladora agente:

—Uno muy grave, ¿no te parece? Me pregunto cuántas personas lo conocerán…


—¡Te lo advierto, Pedro! ¡No hagas nada raro delante de los productores que pueda arruinar la película! —me amenazó, para luego alejarse con una pérfida sonrisa en sus labios mientras me recordaba—: Además, nadie sabe quién es Paula Chaves.


Mientras la intrigante mujer que tanto daño me había hecho se alejaba de mí creyéndose que sólo me importaba la fama, algo que yo, convenientemente, no le desmentía, seguí simulando que era un muñequito fácil de manejar. Felicitas no sospechaba lo que se le venía encima, pero es que yo siempre había sido un maravilloso actor, tanto delante como detrás de las cámaras.


—Que nadie sepa quién es Paula Chaves es algo que pienso remediar… — susurré antes de dirigirme hacia mi sitio.


El director me sonrió complacido cuando pasé por su lado, recordando la escena que estaba a punto de grabar, para luego comenzar a pelearse con el irascible pelirrojo que había ocupado su silla.


Miré a mi alrededor, sabiendo que los que me rodeaban estaban preparados para mi actuación, una en la que, definitivamente, tenía que brillar si quería conseguir un final feliz para esa historia.


En mis manos llevaba el guion que Felicitas me había dado, aunque en esta ocasión con el nombre correcto en la portada; en mi corazón, el de la mujer a la que le gritaría esas palabras de amor que durante tanto tiempo había dicho a otras.


Por primera vez en muchos años, sentí miedo escénico. Mis manos temblaron ante la idea de darlo todo y no recibir nada a cambio, pero, si no me arriesgaba, no ganaría nada. Así que, con paso decidido, entré en el irreal escenario de una calle, me coloqué en mi marca y esperé, no a que las cámaras se encendieran y me enfocaran o a que las luces me iluminaran.


Tampoco a que el operador de sonido colocara su micrófono sobre mí para que mis palabras sonaran perfectas o a que el director ordenara el inicio del trabajo. De pie y en silencio, a pesar de lo que todos pudieran pensar cuando me veían sin hacer nada, tan sólo la esperaba a ella.


Y, finalmente, cuando entró en el plató, mi miedoso corazón al fin pudo suspirar tranquilo. Y aunque aún faltaba mucho para que me hiciera con la escena, tras dedicarle una sonrisa satisfecha porque ella hubiera venido a verme, le lancé el guion que tenía entre las manos y me preparé para el espectáculo.


—Luces, cámara… ¡y acción!




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