jueves, 31 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 21

 


Esa noche, después de sucumbir a nuestro deseo, volvimos a refugiarnos detrás de nuestros disfraces. Cuando regresamos a la fiesta, yo retomé mi apariencia jovial, con bromas y sonrisas para con todos los invitados, mientras que ella se alejó de todos, mirándome desde un rincón, sin atreverse a acercarse para descubrir que ella era la mujer que había estado más cerca de mi corazón.


Después de ese apasionado encuentro, la Paula que disfrutó de mis besos y mis caricias desapareció y, seguramente, intentando esconderse del mundo dentro de su caparazón, faltó durante días a la universidad y a los apremiantes ensayos de la filmación de nuestro cortometraje.


Furioso porque me hubiera abandonado cuando me había dado su palabra y porque el tiempo para ese trabajo se nos acababa, intenté contactar con ella. Pero nadie respondía a mis llamadas, y siempre que acudía al bar donde trabajaba, acababa con el trasero en ese callejón cuyas quejas en contra del amor ya me sabía de memoria.


Dolido, rechazado y resentido a causa de que la única respuesta que recibía ante nuestra maravillosa noche de amor fuera que Paula se alejara de mí sin dar la cara, busqué una sustituta para el corto a pesar de las protestas de Gustavo, que alegaba que eso no solucionaría nada.


Cuando me ponía delante de una nueva actriz con mi aprendido papel, el cabrón pelirrojo al que en ocasiones llamaba «amigo» ni siquiera se molestaba en decir «acción» desde detrás de la cámara: tan sólo se limitaba a sonreírme irónicamente y se acomodaba en su silla plegable mientras negaba con la cabeza, como si supiera que no funcionaría y que yo no podría sacar adelante esa gran escena; que solamente podría interpretarla delante de una única mujer.


Las palabras que salían de mis labios eran las adecuadas según el guion.


Mis gestos eran los apropiados para la seducción, y la chica que tenía ante mí, al contrario que Paula, creía en cada una de las palabras que salían de mi boca. Pero éstas eran falsas. Tan falsas que me convertían de nuevo en ese actor mediocre que no quería reconocer que, en ocasiones, podía ser.


Sin tener a Paula disponible, busqué una actriz con la que transmitir la misma sinceridad, la misma pasión, el mismo deseo con el que le hablé a ella en esa apasionada noche. Busqué repetir el mismo «te quiero» con el que agasajé sus oídos, pero no podía, porque no era pronunciado con el corazón.


Esa mujer que tenía ante mí podía ser la más hermosa, la actriz con más talento o la más deseada por todos los hombres, pero si mi corazón no lo sentía, mis labios no podían pronunciar un «te quiero» que sonara sincero.


Esa mañana Gustavo alzó su irónica ceja desde su acomodada posición en su silla, anunciándome que, tal y como él me había advertido, esa escena nunca sería perfecta, ya que la mujer que tenía ante mí no era la adecuada para representar el papel de mi enamorada. Pero, harto de que Paula huyera de mí a la menor oportunidad, reté a mi amigo con la mirada.


Y, dejando atrás al actor, di paso al hombre dolorido. Mirando a esa chica sin verla de verdad, me acordé de otra mujer y repetí todas las palabras que habían salido de mi boca aquella noche porque las tenía guardadas en mi corazón. Y, estuvieran o no en el guion, interpreté a la perfección el papel de enamorado.


Por fin conseguí que Gustavo comenzara a grabar nuestra escena, pero no supe lo buena que había sido mi actuación hasta que terminé y, al volverme, vi ante mí los llorosos ojos de una mujer que ya no creía en mis palabras porque se las había regalado a otra con la misma pasión que le había dedicado a ella.


Mi actuación hizo que esas palabras parecieran una burla, cuando la verdad era que sólo había podido pronunciarlas al imaginarme que iban dirigidas a la mujer en la que no podía dejar de pensar.


Tras fijar sus doloridos y acusadores ojos en mí, mostrándome las lágrimas que delataban su dolor, Paula negó con la cabeza antes de salir corriendo, y yo me quedé allí, parado como un idiota, viendo cómo ella se alejaba de nuevo de mí.


—¿Por qué no corres detrás de Paula? —preguntó Gustavo, colocando una consoladora mano en mi espalda.


—Porque esto no es una película, amigo. Nada de lo que le diga puede convencerla si lo único que quiere es alejarse de mí.


—La has cagado. Y ésta es una de esas escenas que no puedes repetir una y otra vez hasta que te salga bien —señaló Gustavo mientras me recordaba que ya no estaba delante de su cámara.


—No —confirmé, aceptando que los errores de un hombre normal no se borraban tan fácilmente como los de los actores—. Pero por ella valdría la pena volver a intentarlo —terminé, admitiendo la clase de idiota en la que me estaba convirtiendo a causa de esa mujer, una mujer por la que me arriesgaría una y otra vez a pronunciar ese «te quiero» que había comenzado a sentir hasta que ella entendiera que había dejado de actuar.




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