Después de ser sermoneada por el estricto director que quiso echar a mi hijo del plató, pero que desistió de sus intenciones después de recibir una furiosa mirada de cada una de las mujeres a las que Romeo se había camelado, y especialmente la de mi madre, que le dirigió un sorprendente gesto de odio, tuve que soportar los cuchicheos sobre mi vida privada y que esos rumores aumentaran cuando presenciaron cómo Pedro se equivocaba en cada escena mientras me miraba, así como el modo en que me buscaba a cada momento, cometiendo errores más propios de un novato que de un profesional consolidado y de gran éxito como él.
Cuando las cámaras se apagaron, observé desde lejos cómo Pedro era rodeado como siempre por una multitud de mujeres que lo alababan sin importarles demasiado si su actuación había sido buena o mala.
Mientras observaba la perfecta máscara que siempre lucía en el interminable papel que representaba fuera de la pantalla, capté su impaciencia por escapar de todo mientras buscaba con nerviosismo a alguien y, en el instante en que nuestras miradas se cruzaron, sentí como si ese alguien fuera yo.
Mis ojos no podían apartarse de los de ese hombre, que parecía desear llegar a mi lado para reclamarme algo. En ellos pude detectar un atisbo de deseo y de furia dirigidos hacia mí. A pesar de que no entendía qué quería Pedro, me quedé paralizada a la espera de que llegara a mi lado, algo que no acababa de comprender, porque cuando se acercaba a mí, únicamente me hacía daño.
Noté cómo sus contestaciones hacia las personas que lo rodeaban eran vagas y distraídas, y sus pies, sin que él apenas fuera consciente de ello, habían comenzado a moverse avanzando en mi dirección. Pero sus pasos eran inseguros y no alcanzaba a dar más de uno o dos, al tiempo que parecía apretar los puños con fuerza, como si estuviera conteniéndose en su deseo por llegar hasta mí y prefiriera permanecer en esa interminable escena que era su vida.
Ante esa reacción, harta de su eterna actuación, cerré los ojos para evitar su mirada y comencé a retirarme del lugar. En ese instante oí detrás de mí unas palabras pronunciadas en voz alta que me hicieron volverme, a pesar de que no fuera Pedro quien las pronunciara.
—¡Cobarde! —gritó Gustavo. Y, sin especificar a quién se dirigía, el molesto pelirrojo nos reprendió a ambos con la mirada antes de salir del plató.
Nuestros ojos volvieron a cruzarse, pero, como si quisiéramos corroborar la afirmación de Gustavo, ambos volvimos a huir: él se sumergió en las falsas risas y los halagos que lo rodeaban, mientras que yo simplemente volví a la realidad que era mi vida.
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