jueves, 31 de diciembre de 2020

CAPÍTULO 119

 


Después de que todos se fueran de Hollywood, Bruno se había sentido muy solo. Al principio estuvo demasiado atareado con sus proyectos como para darse cuenta de ello, pero en cuanto su trabajo se terminó y se vio rodeado por el esplendor de esa brillante ciudad y los falsos amigos que había hecho en ella, sintió que su mundo estaba muy vacío.


A solas en su lujoso apartamento, había recordado a la loca mujer que volvió a su vida por unos instantes, ejecutando una gran aparición con la que de nuevo le robó el corazón para luego marcharse, llevándoselo consigo. Y, mientras recordaba todos esos divertidos instantes que había pasado al lado de Amalia, tanto en el pasado lejano como en el reciente, en el que habían vuelto a encontrarse, Bruno se reprochó a sí mismo las palabras que ella le había soltado antes de apartarse de su vida.


«¿Por qué nunca fui a por ella?», se preguntó en medio de su soledad.


En el pasado la había amado tanto que nunca había podido olvidarla, y únicamente cuando volvió a encontrarla se sintió más vivo que nunca. La edad no importaba cuando se trataba del amor, y no le había importado correr detrás de ella como un adolescente. Pero, como el idiota que era, lo había estropeado todo una y otra vez.


Su triste historia de amor volvió a repetirse: de nuevo, un amargo final que acabó dejándolo solo. Y mientras se lamía las heridas, Bruno se preguntaba qué habría ocurrido si en el pasado hubiera ido en su busca. Tal vez ahora tendría una mejor relación con su hija que unas breves llamadas de teléfono, y quizá su nieto no se dedicaría a meterse con él en las redes sociales, mostrándole su descontento por el final que le había dado a su historia.


Había pasado todo un año reprochándose a sí mismo todo lo que no había hecho, hasta que vio a ese actor arriesgar delante del mundo entero todo lo que tenía por la mujer que amaba; hasta que observó cómo un hombre muy parecido a él desnudaba su corazón; hasta que contempló una escena tan patética que avergonzaría a cualquier actor que pretendiera ser un galán, pero tan sincera que no ridiculizaría a ningún hombre que sólo quisiera el amor de una mujer.


Esa ridícula escena había tenido un final feliz, y mientras Bruno se pasó meses preguntándose por qué, la respuesta acudió a su mente después de revisar unas indecentes fotografías que se había tomado junto a Amalia. En ellas, Bruno percibió que los ojos de esa mujer que juraba haberlo olvidado lo miraban como si, a pesar del tiempo, aún aguardaran con esperanza algún gesto de él.


Eso hizo que finalmente se decidiera a arriesgarse por el amor, por lo que tomó un vuelo a Londres. Y, recordando el lugar del que Amalia le había hablado montones de veces, apareció por la puerta del pub de su familia. Y, aunque lo hiciera con muchos años de retraso, esperó a que ella le concediera una nueva oportunidad.


«Quien no arriesga no gana…», se recordó para darse ánimos mientras entraba por la puerta del bar en busca de esa mujer que siempre se había merecido ese estúpido gesto de amor tan típico de las películas que él mismo había protagonizado tiempo atrás, un gesto que él siempre había tenido miedo de hacer. Hasta ahora.


Entre las mesas del bullicioso local, Bruno pudo observar a su alegre hija, que, al verlo, acudió a saludarlo pletórica de felicidad, mostrándole su anillo de compromiso; a su nieto, que lo fulminaba con la mirada desde la barra, señalándole con sus impertinentes dedos que lo estaría vigilando.


También encontró al pesado de Gustavo Johnson, ese molesto pelirrojo que siempre lo molestaba con sus libros y, por supuesto, a Pedro Alfonso, un actor que, a juzgar por su despreocupada y relajada apariencia parecía un hombre muy feliz junto a su hija, y muy real, pues por una vez no parecía estar actuando.


Sonriendo complacido a causa de la felicidad de su hija, Bruno siguió buscando por el local hasta encontrar a su objetivo. Y allí mismo, vestida con unos viejos vaqueros y una camiseta muy ceñida que llevaba propaganda del bar, un feo delantal y el pelo recogido en una coleta, se encontraba la mujer más hermosa del mundo.


Cuando lo vio, Amalia abrió los ojos sorprendida. Pero, en vez de correr hacia él como hacían los protagonistas de las películas, ella echó una rápida carrera hacia un lugar reservado para el personal y desapareció.


Bruno, dispuesto a todo, intentó seguirla, pero un gran obstáculo que no se había encontrado hasta ese momento se cruzó en su camino. El obstáculo exactamente era un pelirrojo de un metro noventa de estatura, unos cincuenta años y cara de cabreo, que, cruzándose de brazos, lo miró de arriba abajo como si no diera la talla para seguir a Amalia.


—¡He venido a recuperarla y por nada del mundo pienso abandonar este lugar! ¡Ella es la mujer a la que amo y…!


—He esperado veintiocho años para hacer esto, e incluso comencé una tradición mientras no tenía la oportunidad de hacértelo a ti, pero, en fin: ¡más vale tarde que nunca! —replicó el fuerte y robusto pelirrojo, que, atrapando la cabeza de Bruno entre sus brazos, lo arrastró hacia la salida trasera.


Una vez allí, jaleado por sus parroquianos, Alberto agarró a Bruno por la parte posterior de su camisa y de su cinturón y, tras coger impulso, lo lanzó hacia fuera hasta que su culo dio en el frío callejón, cuyo muro, lleno de palabras de resentimiento, fue lo primero que el director vio al levantarse.


Unas palabas que pensó ignorar hasta que vio el nombre de la mujer que amaba y leyó cada uno de sus mensajes.


«Te mereces esto y mucho más…», se reprendió Bruno a sí mismo mientras sus dedos recorrían unas palabras llenas de dolor que le dieron fuerza para seguir intentando recuperar a esa mujer.


Porque un gran dolor como el que mostraban esos mensajes sólo podía significar que la persona que los había escrito, en algún momento, también había sentido un gran amor por el causante del mismo.


Bueno…, esto sólo es la primera toma —musitó Bruno para sí—. Seguiré intentándolo hasta que encuentre la escena perfecta para ganarme tu perdón…




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