—Normalmente, cuando dan las doce, la carroza se convierte de nuevo en calabaza y Cenicienta huye de la fiesta, dejando olvidado tras ella un delicado zapatito de cristal, no sus bragas —dije representando el papel de granuja desde la cama mientras agitaba tentadoramente la ropa interior que Paula había buscado en silencio por la habitación en un intento de no despertarme para poder huir de mí sin darme ninguna explicación.
—¡Dámelas! —exigió ella furiosa, cruzándose de brazos. Pero con esa postura, con la que pretendía demostrar su enfado, sólo logró excitarme al hacer que sus senos se alzaran, mostrando un poco más de su sugerente escote.
—¿Las quieres? Pues ven a recuperarlas… —la tenté abriendo mis brazos desnudos, dispuesto a hacerle de nuevo un lugar en esa cama.
—Olvídalo. Quédatelas para la colección que seguramente guardas en uno de tus cajones, al lado de los corazones rotos que dejas a tu paso.
—Pero tu corazón nunca podré guardarlo, ¿verdad, Paula? Porque una mujer como tú nunca se permitiría amarme… —repuse con ironía, desafiándola con la mirada.
Sin embargo, ella, al contrario de lo que yo pensaba, no se rio de mis palabras, sino que, apretando fuertemente los puños, me gritó todo su dolor.
—¡El mío es quizá el que más veces hayas roto, y yo, estúpida de mí, vuelvo a creer una y otra vez en tus palabras sin darme cuenta de que todo forma parte de una espléndida actuación, ya que Pedro Alfonso nunca amará a nadie que no sea él mismo!
—No sabes lo equivocada que estás —le contesté furioso mientras me vestía. Y cuando pasé por su lado, dejé su tanga entre sus manos mientras le recriminaba—: Pero tampoco quieres saberlo, ¿verdad? Tú sólo quieres vengarte y desaparecer de mi vida una vez más. Paula, tú no eres la única que ha sufrido en esta historia, pero mi corazón roto no cuenta porque, según tú, yo no tengo de eso. Entonces, contéstame a una pregunta: ¿por qué me duele tanto cada vez que me alejas de ti y me dejas solo? —le pregunté antes de darle la espalda y dirigirme hacia la puerta, decidido a borrarla de mi vida como ella había hecho conmigo hacía tiempo.
Pero Paula, una vez más, no me permitió que la olvidara.
—¡Eres tú el que eligió estar solo, el que me expulsó de su vida, tanto a mí como a su hijo! —gritó, haciendo que mis pasos se detuvieran.
Tras unos segundos absolutamente paralizado por la conmoción que su súbita confesión me había provocado, me volví lentamente para interrogar, dolorido y furioso, a la mujer que me había ocultado tantos secretos y que se permitía recriminarme por un dolor que ella me había devuelto con creces con esas palabras pronunciadas en medio de la ira.
—¿Romeo es hijo mío?
—¡No! ¡Después de tus múltiples rechazos, Romeo sólo es hijo mío! ¡Pedro, no te pongas a actuar para mí! ¡No hagas como si no supieras de su existencia cuando, año tras año, te he enviado cartas con fotografías de cada uno de sus ocho cumpleaños, unas cartas que tú me devolvías sin molestarte en abrir siquiera! ¡Igual que cuando me mandaste un cheque junto con una nota en la que me pedías que me deshiciera de mi hijo como respuesta a la noticia de que estaba embarazada! ¡Aún guardo esa fotografía dedicada que me enviaste junto a ese cheque, como una burla hacia mis sentimientos!
Ahora que Paula me gritaba la causa de su dolor también comprendía su odio hacia mí. Pero ese dolor no hacía menos profundo el mío. Ella se había dejado engañar por las mentiras y los obstáculos que otros habían puesto en nuestro camino y, una vez más, en vez de confiar en mí y confrontarme, había pensado lo peor y, asignándome el papel de villano, me había arrebatado, no sólo su amor, sino también el de mi hijo.
Sin saber qué decir o qué hacer, simplemente guardé silencio intentando asimilar que ahora era padre. Y también que me había perdido ocho años de la vida de mi hijo por culpa de una mujer a la que, a pesar de amar como nunca, también había odiado un poco.
—Por muy buen actor que seas, no vas a volver a engañarme con tus dulces palabras, y menos después de haberme hecho tanto daño —insistió Paula, hiriéndome de nuevo con sus palabras.
Y, volviéndome hacia ella, segura de que en mi rostro vería alguna falsa sonrisa, se dispuso a echarme en cara todas sus heridas. No obstante, sus recriminaciones se interrumpieron cuando lo único que vio en mí fue el rastro de unas lágrimas que comenzaban a inundar mis ojos sin que yo pudiera hacer nada para detenerlas, porque dolía demasiado.
—¿Qué clase de hombre crees que soy, Paula? —dije queriendo zarandearla para que me escuchara de una vez por todas. Pero mis manos permanecieron a ambos lados de mi cuerpo, con los puños firmemente apretados, resistiéndome a hacer algo que no serviría de nada con esa mujer porque, para ella, yo ya tenía adjudicado un papel en su vida. Y, encasillado como un canalla, Paula se resistiría a dejarme salir de mi personaje.
Cuando el silencio fue su única respuesta, confirmé que para ella yo no era un hombre, sino el desvergonzado actor que siempre engañaba a todos.
Cansado de esa interpretación, me alejé de su lado. Y, saliendo de esa habitación, quise poner la máxima distancia posible entre Paula y yo. Por lo visto, ella era la única mujer que podía romperme una y otra vez el corazón, un corazón cuyas heridas no dolían menos con el paso de los años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario