Seis meses después
—¡Duele, joder, duele! ¡Que alguien me pinche algo o me deje inconsciente! ¡¿Por qué mierdas tiene que doler tanto?! —grité una vez más a las enfermeras mientras ellas me aseguraban que la vida era muy hermosa y me recordaban lo feliz que sería cuando tuviera a mi hijo junto a mí…, unas palabras muy bonitas ante las que solamente deseaba escupirles a todas, porque, mientras yo sudaba y me removía de dolor tras cada contracción, ellas se paseaban alegre y despreocupadamente por la habitación, asegurándome que todavía no era la hora.
—Cuando tenga a su hijo entre sus brazos se le pasará todo —repitió otra vez una de ellas con una cálida sonrisa.
—¡Perfecto! ¡Pues sáquemelo ya para que pueda abrazarlo! —grité histéricamente en medio de otra contracción.
—Todavía falta un poco. Paciencia —respondió la enfermera con una sonrisa y un poco alejada de mí, posiblemente porque se había percatado de que, si hubiera podido moverme de la cama, la habría noqueado con la silla, pues ya estaba bastante harta de oír esas palabras.
—Si quiere le podemos poner algo en la televisión para que se entretenga, algunas series están bastante bien: ¡hay una de un nuevo actor que es prometedora! —intervino otra de las enfermeras, encendiéndome el televisor para ver si así dejaba de molestarlas.
Pero cuando la imagen del hombre al que más amaba y odiaba apareció ante mí en una enternecedora escena en la que, casualmente, ayudaba a una mujer a dar a luz, no pude evitar maldecirlas a todas un poco más alto.
—¡Vamos, no me joda! ¡Quite esa mierda de mi vista! —exigí.
Sin embargo, al parecer, ése era un episodio que las enfermeras no querían perderse, porque todas ellas me ignoraron mientras fijaban sus ojos en un gran actor que, en esos instantes, representaba una escena que debería haber estado haciendo en la vida real.
Pedro se mostraba en la pantalla como un hombre cariñoso y paciente que ayudaba a la mujer que amaba a traer a su hijo al mundo. Le limpiaba el sudor, secaba sus lágrimas, le daba su mano para que la apretara ante cada contracción y su apoyo con cada una de sus palabras para que no tuviera miedo.
El hombre que debería estar a mi lado le susurraba tiernas frases y ayudaba a otra mujer en esos momentos en los que sus palabras deberían haber sido para mí. Y, aunque yo sabía que todo eso era una actuación, me dolía. Y mucho.
Mi sudor me lo limpiaba yo misma o alguna enfermera cuando se acordaba, las lágrimas se secaban ellas solas después de surcar mi rostro, no había ninguna mano junto a mí, sino una fría barra metálica de la cama del hospital y las palabras de apoyo procedían de desconocidos que no significaban nada para mí y que, definitivamente, no me calmaban ni me consolaban en absoluto.
Cuando ese hombre comenzó a dedicarle tiernas palabras de amor a esa mujer haciendo que sonaran tan ciertas que todas y cada una de las enfermeras que tenía a mi lado comenzasen a suspirar, yo ya no pude más.
—¡Apaguen de una puta vez esa maldita televisión! ¡Ese actor no es tan bueno como parece! —grité mirando airadamente esa imagen que odiaba cada vez más, porque, de una forma u otra, siempre aparecía ante mí para estropearme todos mis momentos felices.
Cuando las enfermeras protestaron enumerando los encantos de Pedro, que yo conocía mejor que nadie, me dispuse a levantarme de la cama para apagar el televisor, aunque fuera a golpes. Y en ese momento mi madre irrumpió en la habitación, y, ante el asombro de todas, arrancó el cable del televisor.
—Mi hija tiene razón: ese hombre no es tan buen actor. Y, por lo visto, ustedes no son tan buenas enfermeras, de lo contrario estarían tranquilizando a su paciente en vez de alterarla.
—¡Usted no puede entrar así al paritorio y…! —comenzó a protestar la comadrona al ver el elegante traje de mi madre y sus múltiples joyas.
—¡Pues proporciónenme uno de esos lamentables monos de prisionero, porque no me pienso mover de esta habitación hasta ver a mi nieto!
Las enfermeras se lo dieron con una maliciosa sonrisa, pensando que mi madre dejaría de lucir espléndida por vestir algo tan horrible. Pero Amalia Chaves habría lucido hermosa hasta con una sábana atada al cuello.
Cuando al fin llegó junto a mí, me concedió ese apoyo que tanto necesitaba tan descaradamente como sólo ella sabía, de modo que, cuando alguna de las enfermeras intentaba volver a repetirme sus tranquilizadoras palabras, ella y yo la mandábamos a paseo, ante lo que acabamos riendo por lo parecidas que eran nuestras contestaciones.
Horas más tarde, cuando empecé a empujar y mis fuerzas apenas eran suficientes para llevar a cabo la tarea de traer al mundo a mi hijo, mi madre sacó de su bolso la maldita fotografía de Pedro, tan agujereada por mis dardos que su rostro apenas era reconocible. Y, señalándome esas palabras de su dedicatoria que siempre serían una ofensa para mí, me obligó a sacar fuerzas de donde no las tenía.
—¡Cariño, enséñale que tú puedes con todo lo que te echen! ¡Empuja con fuerza y muéstrale lo que se va a perder por cabrón! —exclamó dándome las fuerzas que necesitaba.
El parto duró muchas horas y no fue nada fácil. Grité, lloré e injurié a todo lo que se me ponía por delante, pero no dejé de luchar. Cuando finalmente mi hijo estuvo entre mis brazos, al fin pude sonreír a esas enfermeras y comadronas que estaban tan cansadas como yo para darles la razón: todo el dolor quedó olvidado sólo con mirarlo a él.
Las enfermeras volvieron a encender la televisión con la esperanza de poder ver algo de esa estúpida serie en la que aparecía Pedro, y cuando la imagen de ese gran actor pero pésimo hombre volvió a aparecer ante mí, yo sólo pude contemplarlo con pena mientras miraba a mi bebé, que me había conquistado.
—Ésta es una estrella que sólo yo tendré el privilegio de ver brillar… — murmuré mirando los ojos azules de ese actor que permanecía aún en la pantalla. Luego besé tiernamente a mi hijo, y, disfrutando del amor que él nunca alcanzaría a disfrutar con sus falsas palabras, me volví a enfrentar a su falsa imagen—. Algún día volveremos a encontrarnos, y cuando tenga ante mí, no al actor, sino simplemente a ese hombre imperfecto que eres, te enseñaré todo lo que has perdido por seguir interpretando un papel memorizado que nunca has olvidado lo suficiente como para sentir algo real. Algún día… —le prometí a esa lejana imagen que se desvanecía de la pantalla para, abrazando fuertemente a mi hijo, centrarme en lo que de verdad me importaba.
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