—Flores, bombones, joyas, peluches… A pesar de los años que han pasado, ese hombre no es nada original —opinó Amalia al recibir un nuevo presente, aunque no engañó a nadie al mostrar en su rostro una sonrisa mientras olía el nuevo ramo de flores que había llegado al apartamento de su amiga.
—¿De quién son esas flores, mamá? —preguntó Paula con curiosidad, contenta de que su madre tuviera algún admirador a pesar del tiempo que había transcurrido desde que ella trabajó en Hollywood.
—De nadie importante, tan sólo un conocido —respondió Amalia, intentando restarle importancia a ese presente delante de su hija.
Aunque Romeo, como siempre, supo que mentía descaradamente. Y con una sonrisa irónica, antes de que su abuela pudiera impedírselo, le arrebató la tarjeta que anunciaba quién era su galán.
—«A una estrella que nunca perderá su brillo. Vuelve a deslumbrarme, aunque sólo sea una noche —leyó Romeo mientras corría lejos de su abuela para poder terminar con la lectura de esa dedicatoria—. Siempre tuyo…»
—¡Trae acá! —lo reprendió Amalia molesta, quitándole la tarjeta a su nieto. Pero como si todos estuvieran en su contra ese día, ahora fue su hija la que se apropió de la tarjeta para terminar de leer el nombre de ese eterno admirador al que a Amalia aún le dolía recordar.
—Bruno Baker… ¡Anda! No sabía que lo conocías…
—Ésa es una historia pasada que nada tiene que ver contigo —apuntó Amalia incómoda, y más todavía cuando los ojos de su nieto se posaron acusadoramente sobre los suyos, reprendiéndola silenciosamente por sus mentiras.
—Es un hombre bastante agradable, mamá. Y parece serio y respetable… ¡Oye! ¡Tal vez deberías darle una oportunidad!
—¡Ay, Paula! A pesar de todo lo que has vivido todavía no has aprendido lo engañosos que pueden ser los hombres, y muy especialmente los que se dedican a este mundo falso, frívolo e inconstante —declaró Amalia mientras arrugaba entre las manos esa tarjeta que tenía anotada una dirección, una poco sutil invitación, y la tiraba decidida a la papelera.
Cuando un nuevo mensajero tocó a la puerta con un gran ramo de rosas preguntando por la señorita Chaves, Paula firmó la nota de entrega, y, sin molestarse en leer la tarjeta, le entregó el presente a su madre con una sonrisa, admirando la tenacidad del director en sus intentos por lograr una cita con Amalia.
Ella lo recibió encantada, como todos los demás regalos, aunque tratase de fingir detrás de una falsa mueca de desdén, pero después de leer la tarjeta le devolvió el ramo a su hija mientras le decía:
—En esta ocasión no son para mí, cariño.
Tendiéndole la tarjeta que llevaba su nombre con una ladina sonrisa, Amalia le mostró una invitación para una de esas caras y exclusivas fiestas a las que asistían las estrellas del momento y, entre ellas, los productores y directores a los que Paula quería alcanzar con su guion.
—Ese hombre te tienta demasiado, ya que, además de las rosas, te muestra lo cerca que puedes estar de alcanzar tu sueño si aceptas su proposición.
—¿Qué hago, mamá?
—¿No es obvio, Paula? Correr detrás de tu sueño, por supuesto. Pero ten mucho cuidado, hija: cuando algo parece demasiado bonito para ser verdad o demasiado sencillo de lograr, siempre oculta alguna trampa, especialmente aquí, en el engañoso Hollywood, donde nada es lo que parece.
—Me quedaría más tranquila si me acompañaras, mamá.
—No, Paula: éste es un reto al que tienes que enfrentarte tú sola, pero no te preocupes: te prepararé para ello.
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