Se suponía que las cosas no tenían que acabar así, esa chica debería haber caído ante mis encantos y, como hacían todas las demás mujeres, haberse apiadado de mí y haberme consolado entre sus brazos para luego acceder a todos mis caprichos. Por el contrario, yo había acabado invitando a copas a un jodido pelirrojo, ya que le pasaba disimuladamente todos mis tragos a Gustavo para no emborracharme, y había sido arrojado a un callejón por otro obtuso pelirrojo como si fuera un vulgar saco de patatas mientras el cabrón de mi amigo, en lugar de defenderme, animaba al tabernero a lanzarme lo más lejos posible, al tiempo que la chica que debería mirarme, apiadándose de mi lamentable situación, solamente me había sonreído con malicia mientras me veía sufrir.
Decidiendo dejar de lado mi actuación, me levanté del suelo del callejón y, mientras sacudía mi dolorido trasero, Paula vino a mi encuentro. Qué pena para ella que yo no fuese el encantador actor que solamente tenía amables palabras para todos, sino que en esos instantes fuera simplemente yo mismo.
—¿Cómo de dolorido estás? —me preguntó con una irónica sonrisa mientras me pasaba un rotulador.
—Mucho —dije frotándome mi trasero.
—No me refiero al dolor de tu trasero, sino al de éste —anunció Paula mientras clavaba uno de sus impertinentes dedos donde estaba mi corazón, para luego hincar bruscamente sobre mi pecho el rotulador que llevaba.
Cuando yo lo cogí, confuso, ella me señaló el muro que había a mi espalda en ese triste callejón. Al amparo de las farolas vi los cientos de imaginativos mensajes que las personas eran capaces de escribir cuando les rompían el corazón.
—¿Qué escribirás en él? —preguntó maliciosamente, dándome a entender que ella había sabido en todo momento que todo había sido una actuación.
—¿Y qué escribirás tú? —repliqué para ganar tiempo mientras jugaba con el rotulador entre las manos, porque, mientras yo me escondía del amor con mi interminable actuación de hombre encantador sin mostrarles a los demás mi verdadero yo, Paula hacía lo mismo bajo su descuidado aspecto, sin querer darle una oportunidad a nadie de acercarse y ver cómo era ella.
—Nada: a mí nunca me han roto el corazón —respondió muy satisfecha de ello, como si fuera un gran logro.
Conseguí borrar su orgullosa sonrisa cuando, acercándome a ella, la acorralé contra el muro, haciendo que su corazón comenzara a acelerarse al liberar su pelo de ese burdo recogido y quitarle las gafas del rostro, tras lo que pude contemplar a la realmente hermosa chica que se escondía debajo de su disfraz.
Por unos instantes, sus hermosos ojos verdes se fijaron en mí como si me vieran por primera vez, y me confundió. Pero luego recordé quién era ella y le susurré al oído:
—Eso sólo puede significar que nunca has amado a nadie.
—Tú tampoco te has enamorado —repuso acusadoramente, como si eso fuera un gran pecado.
—No, pero la diferencia entre nosotros es que, mientras yo estoy abierto al amor, tú lo rechazas por completo —respondí, dejando esas feas gafas sobre sus manos para que reflexionara sobre la forma que tenía de ocultarse de él.
—Pues me parece que tú eres demasiado abierto hacia todos…, o tal vez debería decir mejor «hacia todas» —contestó irónicamente, volviendo a esconderse detrás de su feo disfraz.
—Tienes razón. Pero, mientras yo estaré rodeado de personas, tú estarás sola —repliqué, decidiéndome finalmente a escribir unas palabras en ese callejón. Y, tras terminar mi mensaje, le devolví su rotulador.
—No te engañes, Pedro: puedes estar rodeado por una multitud y, aun así, estar solo porque nadie te conoce de verdad.
—Lo sé —dije señalándole la frase que había escrito en el muro.
—«Y sólo cuando la encuentre a ella, dejaré de actuar» —leyó Paula, dándose cuenta de que yo podía ser tan cobarde como ella. Pero, a pesar de todo, le demostré con mis palabras que era capaz de arriesgarme más de lo que lo hacía ella.
Finalmente, antes de dejar a la chica con su amada soledad en ese callejón, hice lo que había ido a hacer desde un principio y la invité a participar en mi proyecto. Tal vez de la forma más inadecuada, pero es que en esa ocasión no hablaba el actor, sino el hombre, que, como todos, tenía derecho a equivocarse.
—He venido para invitarte a formar parte de un nuevo cortometraje que Gustavo y yo dirigimos, de ti depende formar parte de él o no. En esta ocasión serías la actriz principal en una historia de amor, no la guionista. Aunque, conociendo a Gustavo, sin duda estará dispuesto a escuchar tus opiniones y aportaciones. Tú decides: vivir tu vida o esconderte detrás de los guiones que escribes. Pero te advierto de una cosa que he aprendido como actor: que los finales felices no se cumplen si no los persigues.
—Los persigues de la forma más inadecuada —replicó Paula señalando las puertas del bar, desde donde algunas bonitas chicas que se habían fijado en mí me saludaban.
—Pero al menos los persigo —apunté, dándole la espalda mientras seguía mi camino, marchándome tan solo como se había quedado ella en ese callejón, aunque eso era algo que detrás de mi sonrisa casi nadie notaba cuando miraban mi gran interpretación.
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