jueves, 31 de diciembre de 2020

CAPÍTULO FINAL

 


—Mamá, ¿Cuándo vas a perdonarlo? —le preguntó Paula a su madre, deseando que su historia de amor acabara con el final feliz que ella se merecía.


—Llega demasiado tarde como para que lo perdone —respondió Amalia, esquivando la divertida mirada de su hija, que sabía que se estaba haciendo la difícil, pues sus ojos no paraban de dirigirse hacia la puerta esperando la entrada de Bruno.


—Ajá… Dices que no piensas perdonarlo…, ¿y para qué te arreglas tanto entonces?


—Paula, las mujeres siempre tenemos que lucir hermosas en cualquier momento de nuestra vida. Es obvio que me arreglo para mí misma.


—Estoy confusa, mamá, porque hace sólo unas semanas decías que ni loca pensabas manchar uno de tus trajes en este mugriento bar cuando te vieras obligada a ayudar al tío Alberto, y ahora nadie puede apartarte de aquí y luces más guapa que nunca…


—¡Oh! ¿De verdad lo crees, Paula? —preguntó Amalia, retocándose delante del espejo una vez más.


—¡Venga, mamá, que todos sabemos que lo haces por él!


—¡Vale, vale! Reconozco que me arreglo porque no quiero que Bruno me vuelva a ver tan desaliñada como el primer día que entró en este bar, especialmente cuando está acostumbrado a verse rodeado de estrellas y…, ¡pero lo hago por mí, no por él!


—Ya…, pero, a pesar de lo que dices, él ha venido a por ti, mamá, y lo hace día tras día, aunque su culo acabe siempre en el callejón de atrás nada más pasar de la puerta.


—Paula, cariño, me alegro de que tu historia haya tenido el final feliz que te mereces, pero no lo busques para mí: ese final he llegado a mi vida demasiado tarde.


—Pero ha llegado.


—Tu padre no es un actor que arriesgue tanto como Pedro, hija: muy pronto se cansará y se marchará, porque un hombre como él nunca sería capaz de cometer ninguna locura como hizo tu Pedro


—¡Eh, corred! ¡Hay un loco en el callejón de atrás que ha borrado todos los «te odio» y ahora está escribiendo una declaración de amor en su lugar! —exclamó en ese instante uno de los asiduos del pub, animando a los demás a seguir las acciones de ese hombre desesperado, así como las consecuencias que podría acarrearle que acabara con la tradición que había iniciado el dueño de ese lugar.


—Ni lo pienses, ése no puede ser él… —dijo Amalia ante la impertinente ceja alzada que su hija le dedicaba con gesto irónico.


—Creo que es el loco al que Alberto arroja últimamente al callejón nada más entrar por la puerta —anunció otro de los habituales, haciendo que los pasos de Amalia se movieran hacia la salida y se aceleraran cuando oyó tras ella—: Creo que Alberto ha ido a hablar con él.


Cuando Amalia llegó, su hermano mantenía a Bruno acorralado contra una pared que ahora era totalmente blanca. El perfecto individuo al que ella había conocido y visto siempre con un aspecto impecable había desaparecido para ser sustituido por un personaje desaliñado, con las ropas arrugadas y manchadas de pintura, barba de varios días y unas enormes ojeras circundando sus ojos.


Su habitualmente calmada, serena y racional personalidad ahora no se mostraba así en absoluto, cuando, a pesar de tener las de perder, seguía peleándose con el irascible pelirrojo. Bruno, interpelado por Alberto Chaves, justificaba su alocado comportamiento con una explicación que, a pesar de los años transcurridos, aún conseguía acelerar el corazón de Amalia.


—¡¿Por qué haces esto?! —lo increpaba en ese instante el furioso pelirrojo, señalándole los miles de «te quiero» que Bruno había escrito en el muro de ese antaño triste callejón.


—Por ella, porque no sé cómo hacerle olvidar todo el daño que le he causado, sino mostrándole cuánto la he amado, la amo y la seguiré amando hasta que mi corazón desaparezca. Y, aun así, no dudo que mi alma la buscará en nuestra siguiente vida para seguir amándola, aunque yo preferiría aprovechar lo que me queda de ésta para disfrutar de ese amor que desperdicié estúpidamente en una ocasión.


—Eres demasiado mayor, maduro y racional para protagonizar estos estúpidos gestos de amor, Bruno —intervino Amalia con lágrimas en los ojos, pero también con una complacida sonrisa en los labios tras rememorar las palabras que ese hombre le dedicó en alguna ocasión.


—También soy demasiado listo como para arriesgarme a perder de nuevo lo mejor que me ha pasado en la vida sin luchar por ello tanto como tú te mereces —respondió Bruno, consiguiendo que el furioso pelirrojo lo soltara al fin—. Dime, Amalia, ¿es éste el final de ensueño que querías para tu historia de amor? —preguntó rogando no equivocarse otra vez con esa mujer.


—No… —negó ella, haciendo que el corazón de Bruno se encogiera durante unos segundos. Hasta que continuó—: Pese al tiempo que ha pasado, éste solamente es el principio… —concluyó Amalia antes de besar a ese hombre, concediéndole así el perdón que ambos necesitaban para seguir adelante con su historia en medio de un frío callejón que nunca le había resultado tan cálido como en esos momentos, en los que mil «te quiero» le confirmaban cuán grande podía ser el amor, a pesar de que en ocasiones doliera repetir una y otra vez la misma escena, hasta que surgiera la adecuada para nuestro corazón.




CAPÍTULO 119

 


Después de que todos se fueran de Hollywood, Bruno se había sentido muy solo. Al principio estuvo demasiado atareado con sus proyectos como para darse cuenta de ello, pero en cuanto su trabajo se terminó y se vio rodeado por el esplendor de esa brillante ciudad y los falsos amigos que había hecho en ella, sintió que su mundo estaba muy vacío.


A solas en su lujoso apartamento, había recordado a la loca mujer que volvió a su vida por unos instantes, ejecutando una gran aparición con la que de nuevo le robó el corazón para luego marcharse, llevándoselo consigo. Y, mientras recordaba todos esos divertidos instantes que había pasado al lado de Amalia, tanto en el pasado lejano como en el reciente, en el que habían vuelto a encontrarse, Bruno se reprochó a sí mismo las palabras que ella le había soltado antes de apartarse de su vida.


«¿Por qué nunca fui a por ella?», se preguntó en medio de su soledad.


En el pasado la había amado tanto que nunca había podido olvidarla, y únicamente cuando volvió a encontrarla se sintió más vivo que nunca. La edad no importaba cuando se trataba del amor, y no le había importado correr detrás de ella como un adolescente. Pero, como el idiota que era, lo había estropeado todo una y otra vez.


Su triste historia de amor volvió a repetirse: de nuevo, un amargo final que acabó dejándolo solo. Y mientras se lamía las heridas, Bruno se preguntaba qué habría ocurrido si en el pasado hubiera ido en su busca. Tal vez ahora tendría una mejor relación con su hija que unas breves llamadas de teléfono, y quizá su nieto no se dedicaría a meterse con él en las redes sociales, mostrándole su descontento por el final que le había dado a su historia.


Había pasado todo un año reprochándose a sí mismo todo lo que no había hecho, hasta que vio a ese actor arriesgar delante del mundo entero todo lo que tenía por la mujer que amaba; hasta que observó cómo un hombre muy parecido a él desnudaba su corazón; hasta que contempló una escena tan patética que avergonzaría a cualquier actor que pretendiera ser un galán, pero tan sincera que no ridiculizaría a ningún hombre que sólo quisiera el amor de una mujer.


Esa ridícula escena había tenido un final feliz, y mientras Bruno se pasó meses preguntándose por qué, la respuesta acudió a su mente después de revisar unas indecentes fotografías que se había tomado junto a Amalia. En ellas, Bruno percibió que los ojos de esa mujer que juraba haberlo olvidado lo miraban como si, a pesar del tiempo, aún aguardaran con esperanza algún gesto de él.


Eso hizo que finalmente se decidiera a arriesgarse por el amor, por lo que tomó un vuelo a Londres. Y, recordando el lugar del que Amalia le había hablado montones de veces, apareció por la puerta del pub de su familia. Y, aunque lo hiciera con muchos años de retraso, esperó a que ella le concediera una nueva oportunidad.


«Quien no arriesga no gana…», se recordó para darse ánimos mientras entraba por la puerta del bar en busca de esa mujer que siempre se había merecido ese estúpido gesto de amor tan típico de las películas que él mismo había protagonizado tiempo atrás, un gesto que él siempre había tenido miedo de hacer. Hasta ahora.


Entre las mesas del bullicioso local, Bruno pudo observar a su alegre hija, que, al verlo, acudió a saludarlo pletórica de felicidad, mostrándole su anillo de compromiso; a su nieto, que lo fulminaba con la mirada desde la barra, señalándole con sus impertinentes dedos que lo estaría vigilando.


También encontró al pesado de Gustavo Johnson, ese molesto pelirrojo que siempre lo molestaba con sus libros y, por supuesto, a Pedro Alfonso, un actor que, a juzgar por su despreocupada y relajada apariencia parecía un hombre muy feliz junto a su hija, y muy real, pues por una vez no parecía estar actuando.


Sonriendo complacido a causa de la felicidad de su hija, Bruno siguió buscando por el local hasta encontrar a su objetivo. Y allí mismo, vestida con unos viejos vaqueros y una camiseta muy ceñida que llevaba propaganda del bar, un feo delantal y el pelo recogido en una coleta, se encontraba la mujer más hermosa del mundo.


Cuando lo vio, Amalia abrió los ojos sorprendida. Pero, en vez de correr hacia él como hacían los protagonistas de las películas, ella echó una rápida carrera hacia un lugar reservado para el personal y desapareció.


Bruno, dispuesto a todo, intentó seguirla, pero un gran obstáculo que no se había encontrado hasta ese momento se cruzó en su camino. El obstáculo exactamente era un pelirrojo de un metro noventa de estatura, unos cincuenta años y cara de cabreo, que, cruzándose de brazos, lo miró de arriba abajo como si no diera la talla para seguir a Amalia.


—¡He venido a recuperarla y por nada del mundo pienso abandonar este lugar! ¡Ella es la mujer a la que amo y…!


—He esperado veintiocho años para hacer esto, e incluso comencé una tradición mientras no tenía la oportunidad de hacértelo a ti, pero, en fin: ¡más vale tarde que nunca! —replicó el fuerte y robusto pelirrojo, que, atrapando la cabeza de Bruno entre sus brazos, lo arrastró hacia la salida trasera.


Una vez allí, jaleado por sus parroquianos, Alberto agarró a Bruno por la parte posterior de su camisa y de su cinturón y, tras coger impulso, lo lanzó hacia fuera hasta que su culo dio en el frío callejón, cuyo muro, lleno de palabras de resentimiento, fue lo primero que el director vio al levantarse.


Unas palabas que pensó ignorar hasta que vio el nombre de la mujer que amaba y leyó cada uno de sus mensajes.


«Te mereces esto y mucho más…», se reprendió Bruno a sí mismo mientras sus dedos recorrían unas palabras llenas de dolor que le dieron fuerza para seguir intentando recuperar a esa mujer.


Porque un gran dolor como el que mostraban esos mensajes sólo podía significar que la persona que los había escrito, en algún momento, también había sentido un gran amor por el causante del mismo.


Bueno…, esto sólo es la primera toma —musitó Bruno para sí—. Seguiré intentándolo hasta que encuentre la escena perfecta para ganarme tu perdón…




CAPÍTULO 118

 


Mientras observaba feliz el festejo que se celebraba esa noche con todos los que apoyaban mi relación con Paula, no pude evitar molestar un poco a su tío, ese irascible irlandés que me había arrojado al callejón de atrás en más de una ocasión. Así que, frente al ceño reprobador que todavía me mostraba Alberto Chaves, para alegría de todos, excepto del dueño del pub, grité:

—¡Barra libre para todo el mundo, invita la casa!


Al mismo tiempo que el enfurecido propietario del pub intentaba quitar de en medio a los gorrones, observé cómo otro molesto pelirrojo entraba por la puerta, seguramente con la intención de volver a incordiarme con alguna de sus proposiciones para que protagonizara otra más de sus películas.


Para mi asombro, Gustavo venía acompañado, no por su bonita esposa ni por uno de sus agentes, sino por un individuo de aspecto estirado que no cesaba de charlar y que, indudablemente, lo estaba molestando, pues mi amigo exhibía en su rostro una de sus maliciosas sonrisas, que anunciaba que iba a hacer una de las suyas.


Así pues, quitándole la bandeja a una de las camareras, me acerqué a su mesa con la excusa de servirles para poder escuchar así la conversación de mi amigo.


—Como usted comprenderá, el fuego con el dragón es una simbología que trato en uno de mis manuales de psicología. Sé que se ha valido de mi trabajo para realizar la cubierta de su libro de intriga, ¡así que le exijo que la cambie! —decía el desconocido en esos instantes, mostrando dos libros: el de mi amigo, en cuya cubierta aparecía un poderoso dragón echando fuego, y el suyo, con un dragón de papel rodeado por un círculo de humo.


—¡Si se parecen tanto como un huevo a una castaña! Dudo mucho que en las librerías nos confundan —repuso Gustavo—. En cuanto a eso de que he copiado su cubierta…, siento decirle, amigo mío, que no he podido hacerlo. Primero, porque no leo sus libros y, segundo, porque no sé quién coño es usted.


—¡Me ofende usted, señor mío!


—¿Ah, sí? Pues espérese, que aún no he terminado; le voy a enseñar exactamente de dónde saqué la idea y dónde está la simbología que usted busca. ¡Duncan! ¡Enséñale de dónde saqué la idea del dragón de mi cubierta! —gritó Gustavo en dirección a uno de los asiduos del bar. Y, en cuanto caí en la cuenta de la localización de ese dragón, supe que ese tipo no se quedaría por mucho tiempo allí.


Duncan, un hombre con decenas de tatuajes que siempre enseñaba cuando se emborrachaba, y más todavía si lo alentaban a ello como en esos momentos estaba haciendo mi amigo, se desabrochó el pantalón y se lo bajó hasta enseñar al estirado acompañante de Gustavo el trasero, donde, efectivamente, tenía tatuado un dragón muy parecido al de la cubierta de mi amigo.


Por poco no se le salieron los ojos de las órbitas al indignado hombrecillo, que aún no podía creerse lo que Gustavo le había contestado ante su exigencia de que cambiase la cubierta de su novela. Pero es que era evidente que no conocía lo cabrón que podía ser ese pelirrojo cuando se lo proponía.


—Bueno, ¿y ahora qué? ¿Tiene ya claro que no lo he copiado? Como muestra de buena voluntad y para evitar equívocos similares en el futuro, voy a pedirle a Duncan que le enseñe de dónde he sacado la idea para la cubierta de mi próximo libro. ¡Duncan, enséñale dónde tienes tatuada la serpiente!


Y antes de que Duncan se volviera para enseñarle esta vez su delantera, el sulfurado escritor salió corriendo por la puerta, no sin antes gritar alguna que otra amenaza a Gustavo, amenazas que él se pasó, obviamente, por el mismo lugar donde Duncan tenía tatuado su dragón.


—¿A qué has venido, Gustavo? Además de a espantar a ese tipo, claro está —le pregunté a mi amigo mientras ocupaba su mesa.


Pero, antes de que pudiera contestarme, uno de mis fans se acercó a mí para pedirme un autógrafo y comentar mi último trabajo.


—¡Oh, usted es Pedro Alfonso! —anunció el muchacho emocionado mientras me tendía una servilleta para que se la firmara—. Es usted uno de mis actores favoritos, aunque no me gustó para nada el final de su última película. Creo que al guion le faltaba fuerza y, tal vez, si usted lo hubiera interpretado de otra manera, podría haber quedado mejor. Creo que ese final se tendría que rehacer y…


En ese momento intervino Gustavo, desplegando todos sus encantos.


—¡Oh, no se preocupe, amigo! Tiene usted razón. Por ello los productores han decidido que van a cambiar el final de la película —dijo en un tono falsamente jovial, luciendo en el rostro una de sus temibles sonrisas.


—¿Ah, sí? ¿De verdad? —preguntó mi fan ilusionado.


—Sí, claro. Verá usted: van a hacer una gira por las casas de cada uno de los espectadores para interpretarles el final que a cada uno les salga de los coj…


Tapando la boca de mi amigo con una mano, evité que Gustavo terminara su ofensiva frase, pero no tuve dudas de que mi fan se imaginó el resto cuando, finalmente, se alejó de nosotros sin su autógrafo.


—Hazme un favor: cuando vengas a verme, no me defiendas, Gustavo.


—No tendría que venir a verte continuamente si accedieras de una maldita vez a ser el actor principal en mi película —replicó él molesto tras apartar mi mano.


—Lo haré, pero antes haré la de Paula.


—¿Qué te da ella? Doblo la apuesta para que hagas antes la mía.


—Se va a casar conmigo.


—¡Mierda! Eso no puedo superarlo: ya estoy casado y no estoy demasiado atractivo con faldas —bromeó mi amigo mientras me felicitaba —. ¡Enhorabuena! ¡Ahora que al fin has conseguido a la mujer que querías, tu culo no acabará más en ese callejón!


—Sí…, me pregunto quién será el nuevo incauto que acabe con su culo en ese lugar —dije mientras observaba que, desde detrás de la barra, el tío de Paula me fulminaba con la mirada. Pero en ese momento su mirada se desvió hacia la puerta, por donde entraba Bruno Baker. Entonces supe que mi duda había quedado resuelta—. Te apuesto cincuenta libras a que, en menos de quince minutos, Bruno Baker sale por la puerta. Y no precisamente andando.


—Acepto la apuesta, amigo mío, porque éste es un espectáculo que tan sólo acaba de empezar.




CAPÍTULO 117

 


A pesar de las airadas palabras de Felicitas, que le auguraban que no tendría un futuro en Hollywood, Pedro tuvo muchas propuestas de trabajo. Y más todavía cuando un molesto pelirrojo se negaba a ceder más de sus novelas al cine si el protagonista no era él, un proyecto que Pedro tuvo que posponer porque había un papel en una película que aún estaba negociando si hacer o no. De hecho, era un papel tan importante que la propia guionista no dudaba en intentar convencerlo de que formara parte del elenco a través de unas negociaciones en las que él le exigiría mucho, pero Pedro consideraba que ya era hora de ser avaricioso y de reclamar lo que deseaba, tanto en el trabajo como en el amor.


—Creo que los seis meses de vacaciones que te has tomado ya son más que suficientes —manifestó Paula mientras le quitaba a Pedro la bandeja de camarero, señalándole un apartado lugar en la barra.


Las protestas de las mujeres que abarrotaban el bar de su tío se alzaron al saber que el encantador Pedro ya no sería su camarero, pero fueron acalladas por la furiosa mirada de una celosa mujer que no dudaría en echarlas de allí a patadas, como había hecho en más de una ocasión desde que Pedro se decidió a ayudar en el negocio familiar.


—Me gusta el papel que estoy representando ahora, ¿para qué cambiar? —replicó él mientras frotaba cariñosamente la cabeza de su hijo, que lo esperaba junto a la barra.


—El sofá de mi tío es demasiado pequeño para ti —le dijo Paula, recordándole que, aunque él podía comprar cualquier casa, había elegido instalarse en su hogar para compartir un sitio junto a ellos y vivir esa vida normal de la que, al ser una estrella, nadie le había permitido disfrutar.


—¡Oh, tranquila! No es incómodo, y como solamente duermo en él cuando abandono tu cama, no me duele demasiado la espalda —respondió el encantador sinvergüenza, declarando por qué aguantaba esos inconvenientes.


—¡No debes decir esas cosas delante de Romeo! —lo amonestó Paula enfadada a la vez que se apresuraba a tapar los oídos de su hijo.


—Creo que Romeo es lo suficientemente mayor como para saber cómo acabó él aquí, pero no te preocupes: me guardaré todas mis atrevidas palabras sólo para ti… —susurró sensualmente Pedro al oído de Paula.


Y, antes de que comenzaran de nuevo con los besos y los arrumacos, Romeo, suspirando un tanto molesto, se alejó de la empalagosa pareja que en ocasiones podían llegar a ser sus padres.


—Quiero que vuelvas a trabajar —insistió Paula antes de que Pedro tratara de distraerla con sus besos—. Y como soy tu agente…


—¿Ah, sí? ¿Desde cuándo? —preguntó él alzando una ceja.


—Desde que ocupaste mi casa y mi madre decidió aprovecharse de ti poniendo tu nombre entre su lista de actores representados sin que te opusieras a ello. Por ahora he rechazado innumerables propuestas, pero ésta es una a la que, definitivamente, no puedes negarte —le dijo Paula, enseñándole la carta donde unos conocidos productores querían llevar su guion al cine.


—¡Enhorabuena, cariño! ¡Por supuesto que protagonizaré esa película! Pero… quiero algo a cambio de actuar en ella…


—Por supuesto. No bajaremos tu caché y…


—No me has entendido: quiero algo que sólo tú puedes darme, Paula — y, poniéndose de rodillas, Pedro le ofreció una cajita de una conocida joyería, mostrándole el hermoso anillo que contenía para, acto seguido y aprovechando su sorpresa, colocarlo en su dedo mientras le hacía saber qué quería para formar parte de esa nueva historia de amor—: Te quiero a ti — reveló haciendo suspirar a todas las mujeres del local—. Dime que te casarás conmigo, porque, si no te tengo a mi lado, nunca tendré la suficiente confianza como para volver a pronunciar un falso «te quiero». Especialmente ahora, cuando tan sólo quiero decirlo de verdad a la única mujer a la que amo: a ti.


—¡Mierda, Pedro! ¡Seguro que lo tenías ensayado! —manifestó ella mientras se limpiaba las lágrimas de emoción que inundaban su rostro.


—Puede…, pero esto nunca lo ensayo… —repuso él antes de arrebatarle un apasionado beso que provocó que los hombres presentes en el pub lo vitorearan.


Y cuando ella agarró a Pedro fuertemente de los cabellos, exigiéndole más de ese beso, él ya supo la respuesta a esa dura negociación que era amarla. No obstante, Paula la susurró junto a sus labios antes de volver a aceptar su amor.


—Sí, me casaré contigo. Pero no por tu maravillosa actuación, sino simplemente porque te quiero.



CAPÍTULO 116

 


Desde la distancia miré al hombre que, una vez más, actuaba ante mí. Y, a pesar de todas las veces que me había engañado con esas palabras, cada vez que nuestros caminos se habían vuelto a cruzar yo seguía dudando estúpidamente si creerlo o no, porque cada vez que Pedro Alfonso decía «te quiero» te conquistaba con ello. Y ése era el problema entre nosotros: que lo pronunciaba con demasiada facilidad, pues esas palabras para él no significaban nada.


No podía confiar en ese «te quiero» que había oído tantas veces que ya no sonaba a verdad, ni en un hombre que me había dicho que me amaba cientos de veces para luego demostrarme su falsedad con cada uno de sus actos.


Ya no sabía cómo diferenciar el falso «te quiero» del verdadero si provenía de los mismos labios que tantas veces me habían hecho daño. Y si el hombre que se me confesaba gritando a los cuatro vientos era un maravilloso actor que lo había repetido decenas de veces a miles de mujeres, haciéndolas soñar, no podía permitirme soñar con un final feliz, sabiendo que cuando las cámaras se apagaran toda nuestra historia de amor habría terminado.


—¡Te quiero, te quiero, te quiero…! —oí decir a Pedro dirigiéndose a otra mujer en una escena que yo había escrito, una escena que era el principio de esa historia y tal vez el final de la nuestra.


La bonita y perfecta actriz que tenía ante él le sonreía, y no tuve duda de que, como un montón de mujeres más, se había enamorado de él.


De repente, su mirada me buscó con decisión, ignorando todo lo demás, y tuve que dar un paso atrás cuando repitió sus frases mientras sus ojos y sus palabras se desviaban hacia mí, ignorando a la actriz principal.


Me miró con impaciencia, como si esas palabras hubieran sido dirigidas realmente a mí y esperara una respuesta. Pero yo ya no era tan ingenua como en el pasado para creer en su actuación. Aun así, a pesar de todo, cuando mis ojos se cruzaron con unos desesperados ojos azules que me reclamaban que les prestara atención, me pregunté una vez más, irracionalmente esperanzada, si en esta ocasión Pedro me hablaría con el corazón o si se trataba de otra más de sus crueles mentiras, que, como siempre, me mostraría lo falso que podía llegar a ser un «te quiero» si no contenía ningún sentimiento. Y, debatiéndome sobre si perdonarlo o no, sobre si seguir escuchando sus palabras o irme de allí, fui débil y no pude evitar comparar las palabras que me gritaba delante de las cámaras con todos los «te quiero» que había oído de él en el pasado.


Comencé a alejarme de allí cuando no vi nada nuevo en su actuación, hasta que Pedro, ante el asombro de todos los presentes, se salió de su escena, de su marca y de su guion, y, dirigiendo sus ojos hacia mí una vez más, me repitió con desesperación sus palabras de amor.


—¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Joder! ¿Cuántas veces tengo que repetirlo para que te des cuenta de que en esta ocasión es de verdad? — exclamó apretando furiosamente los puños mientras me exigía una respuesta.


Con sus palabras resonando en mis oídos, cerré los ojos mientras rememoraba todo el daño que me había hecho, negándome a que su última actuación me convenciera nuevamente de amarlo.


—¡Joder, Paula! ¡Mírame a mí! ¡No al perfecto actor de tu escena de amor, sino al hombre del que te has enamorado!


Cuando abrí los ojos no vi ante mí al brillante galán que esa escena requería, sino a un hombre que, impulsado por la pura desesperación, lo arriesgaba todo y gritaba su amor en busca de que lo escuchara, de que lo perdonara y, tal vez, de que le diera una respuesta.


—¡Te amo, Paula! Eres la única mujer a la que he amado nunca, y no dudes de que en esta ocasión no estoy actuando, porque sólo cuando estoy a tu lado dejo atrás al perfecto actor para ser el imperfecto hombre que, tal vez, casi siempre se equivoque, pero que solamente tiene en mente amarte.


La actriz que lo acompañaba comenzó a improvisar con su salida del guion, pero fue completamente ignorada por Pedro. Los productores, que comenzaron a gritar sus protestas hacia Felicitas para que solucionara esa interrupción no deseada, también fueron desoídos por ese actor que permaneció con los ojos fijos únicamente en mí, a la espera de una respuesta.


Yo no sabía qué hacer. Sólo tenía claro que quería huir de las palabras de amor de ese hombre, así que, dándole la espalda, comencé a alejarme. Hasta que mis dudas sobre si su confesión era de verdad me hicieron volverme hacia él.


Ante mis ojos, ante los de las cámaras y ante los de todo el reparto sólo vi a un hombre hundido, con la cabeza agachada ante mí, aguardando mi respuesta con los puños apretados a ambos lados del cuerpo, que emitió un último y desgarrador lamento tras alzar su rostro manchado por el dolor de sus lágrimas, que me llegó al corazón y desterró cualquier duda de los presentes acerca de que esas acciones pudieran formar parte de su actuación.


—¡¿Por qué no puedes creerme nunca?! ¡¿Es que acaso no sabes que no soy tan buen actor?!


Recordando las palabras escritas en el muro detrás del pub de mi tío, nuestras disputas cuando nos conocimos, nuestros momentos de pasión, nuestras separaciones y reencuentros, nuestros errores y nuestros aciertos, nuestras alegrías y nuestras lágrimas, mis pies se movieron solos, y yo, que siempre me había mantenido apartada de escena y muy lejos de la atención de las cámaras, la acaparé toda cuando corrí hacia Pedro, aparté de su lado a la actriz que lo acompañaba y, sin importarme nada, reclamé con un beso al hombre que amaba.


—¡¿Se puede saber quién es esa chica?! —gritaron airados los productores, una pregunta que creí que Pedro ignoraría para seguir besándome.


Pero, como si ése hubiera sido el pie de entrada que él necesitaba para seguir actuando, terminó con mi beso para declarar bien alto ante todos los presentes:

—¡Ésta es Paula Chaves, la mujer a la que amo y la autora de esta escena que yo he cambiado un poco, así como del guion de esta película! Y lo sé muy bien porque ésta es nuestra historia y, definitivamente, nunca podría haberla escrito nadie más que ella.


—¿Qué significa esto, Felicitas? —increpó uno de los productores a la agente de Pedro, furioso ante el engaño de esa mujer.


—Se trata de un error, Hernán: Paula Chaves no es importante, y nadie puede reconocer este guion como suyo. Este guion pertenece a…


Y cuando creí que nadie creería en mí, me fijé en que el taimado actor que tenía a mi lado había preparado la escena con todo cuidado: a nuestro alrededor, todos los que me habían oído hablar alguna vez sobre mi guion se encontraban allí. Y, aunque yo no fuera nadie importante en Hollywood, para aquellos que oyeron por unos instantes mis sueños y creyeron en ellos sí lo fui.


—¡Es de Paula! La escena que íbamos a rodar hoy la leí decenas de veces, ya que su madre nos la puso como lectura obligatoria a mí y a los chicos cada vez que teníamos un descanso. ¡Y si huíamos de ella nos perseguía hasta el baño, si hacía falta! —alzó su voz Miguel, el encargado de sonido, dando pie a que más testigos me señalaran como la verdadera autora de ese guion.


—¡Es verdad! ¡No sé cuántas veces me contó Paula esta misma escena mientras me ayudaba a ordenar los camerinos! —señaló Verónica, la encargada de vestuario, a la que siempre intenté ayudar.


—A mí me pareció muy bonita y romántica cuando la oí mientras maquillaba a Lidia Shane en nuestro anterior rodaje —apuntó Amber, la ocupada chica de maquillaje a la que siempre le encantaba escuchar mis historias.


—Doy fe de que el guion es suyo: a mí me pidió más de un consejo sobre los cambios que debía introducir en algunas escenas para que quedaran mejor en pantalla —intervino Bruno Baker, mi padre, un hombre que, en contra de lo que yo pensaba, no se había olvidado de mí, sino que estaba ayudando a un astuto actor a preparar su escena.


Cuando el afamado director y renombrado actor que era Bruno abrió la boca para apoyarme, ya nadie puso en duda mis afirmaciones. Sin embargo, Ramiro Howard, el hombre que me había robado mi escrito con ayuda de Felicitas, intentó anteponer su nombre al mío una vez más. Pero se encontró con otro de mis protectores.


—¿Es que después de lo que has oído todavía vas a intentar apropiarte de ese guion? —inquirió un intimidante pelirrojo acercándose a Ramiro cuando comenzaba a protestar, unas quejas que, ante la molesta mirada de todos los que me conocían y conocían mi historia, no tardó en silenciar.


—Ésta es nuestra historia, éste es nuestro final, y no voy a permitir que nadie nos los arrebate. Estaré encantando de seguir siendo el actor protagonista de esta película, pero sólo si se reconoce la verdadera autoría del guion —manifestó Pedro ante los airados productores.


Y, al contrario de lo que yo había pensado antes de él, no me arrebató mi anhelo de que mi obra viera la luz en la gran pantalla, sino que me recordó cuáles eran mis sueños para que siguiera tratando de alcanzarlos, unos sueños que comencé a sospechar que no tardaría en lograr cuando los productores, ignorando a Felicitas y a Ramiro, comenzaron discutir sobre qué era lo mejor para el proyecto.


—¡Voy a arruinarte por lo que me has hecho, Pedro Alfonso! ¡Sin mí no eres nada, así que olvídate de brillar más en la gran pantalla! —amenazó Felicitas a Pedro, una advertencia que cualquier actor temería al proceder de alguien tan influyente como ella.


No obstante, él se limitó a responder con una sonrisa. Y, fijando sus ojos en mí en vez de en la persona que lo increpaba, respondió a sus airadas palabras anunciándome que la siguiente escena que quería interpretar en su vida era una en la que estuviera a mi lado.


—Me parece bien, porque quiero dejar atrás a ese actor que tú has creado para ser solamente el hombre enamorado que soy junto a la mujer que posee mi corazón.


Y, como cualquier buen actor que se precie, tras esas palabras Pedro reclamó mis labios con un beso de cine ante el que yo caí una vez más rendida frente a sus encantos. Pero en esta ocasión sin arrepentirme de nada, porque el hombre que me abrazaba ya no actuaba para todos, sino que únicamente lo hacía para mí. Y no con la idea de poner fin a una escena, sino para dar inicio a esa historia de amor que ambos nos merecíamos disfrutar.





CAPÍTULO 115

 


Había pasado una semana desde que había mandado a Gustavo a entregar mi mensaje, y aún no sabía si ella vendría o no. Todo estaba preparado. Los pases para las personas que yo quería que vieran el rodaje de esa primera escena estaban enviados. Mi proyecto anterior había finalizado y estaba listo para comenzar a grabar esa nueva película.


Como Gustavo me aseguró, me había ayudado a llegar a los oídos adecuados, unos oídos en los que sólo tuve que susurrar las palabras correctas para hacerme con ese proyecto, y mis encantos hicieron el resto.


El equipo que me rodeaba para mi primera grabación era el que yo había elegido a través de algunas peticiones caprichosas, y la escena que tenía planeada, la que yo quería interpretar, se desarrollaría tanto dentro como fuera del escenario. Yo al fin estaba listo para representarla, a pesar de la incertidumbre, pues, aunque sabía cómo empezaría, no sabía cómo acabaría.


Cuando llegué al plató, saludé desde lejos a mi insolente amigo, que había traído consigo un gran bol de palomitas mientras trataba de acomodarse en la silla del director, preparándose para el espectáculo. No tardé en oír quejas sobre el comportamiento de Gustavo, un comportamiento con el que yo estuve de acuerdo, aunque eso aún no podía decirlo en voz alta.


—¿Se puede saber qué hace tu amigo aquí? —me preguntó Felicitas algo molesta.


—Es mi apoyo y mi crítico en escenas como ésta.


—Pues entonces haz el favor de controlarlo si no quieres que lo arruine todo —me exigió pensando que eso me haría recapacitar sobre mi decisión —. Ese insultante escritor ha ofendido gravemente a Ramiro Howard, nuestro afamado guionista, cuando éste le ha pasado su guion pidiendo su opinión y Gustavo se ha atrevido a sacar un rotulador rojo para marcar todos los fallos que, según él, contenía el texto.


—¿Ah, sí? ¿Y ha encontrado muchos? —pregunté sabiendo lo crítico que podía ser Gustavo.


—Sólo uno… —respondió Felicitas con furia mientras ponía en mis manos la copia del guion que había corregido Gustavo, en la que el nombre de Ramiro, el falso autor, había sido tachado para ser sustituido por el correcto: Paula Chaves.


Sonreí ante la acertada corrección que mi amigo había realizado, para luego susurrarle al oído a mi manipuladora agente:

—Uno muy grave, ¿no te parece? Me pregunto cuántas personas lo conocerán…


—¡Te lo advierto, Pedro! ¡No hagas nada raro delante de los productores que pueda arruinar la película! —me amenazó, para luego alejarse con una pérfida sonrisa en sus labios mientras me recordaba—: Además, nadie sabe quién es Paula Chaves.


Mientras la intrigante mujer que tanto daño me había hecho se alejaba de mí creyéndose que sólo me importaba la fama, algo que yo, convenientemente, no le desmentía, seguí simulando que era un muñequito fácil de manejar. Felicitas no sospechaba lo que se le venía encima, pero es que yo siempre había sido un maravilloso actor, tanto delante como detrás de las cámaras.


—Que nadie sepa quién es Paula Chaves es algo que pienso remediar… — susurré antes de dirigirme hacia mi sitio.


El director me sonrió complacido cuando pasé por su lado, recordando la escena que estaba a punto de grabar, para luego comenzar a pelearse con el irascible pelirrojo que había ocupado su silla.


Miré a mi alrededor, sabiendo que los que me rodeaban estaban preparados para mi actuación, una en la que, definitivamente, tenía que brillar si quería conseguir un final feliz para esa historia.


En mis manos llevaba el guion que Felicitas me había dado, aunque en esta ocasión con el nombre correcto en la portada; en mi corazón, el de la mujer a la que le gritaría esas palabras de amor que durante tanto tiempo había dicho a otras.


Por primera vez en muchos años, sentí miedo escénico. Mis manos temblaron ante la idea de darlo todo y no recibir nada a cambio, pero, si no me arriesgaba, no ganaría nada. Así que, con paso decidido, entré en el irreal escenario de una calle, me coloqué en mi marca y esperé, no a que las cámaras se encendieran y me enfocaran o a que las luces me iluminaran.


Tampoco a que el operador de sonido colocara su micrófono sobre mí para que mis palabras sonaran perfectas o a que el director ordenara el inicio del trabajo. De pie y en silencio, a pesar de lo que todos pudieran pensar cuando me veían sin hacer nada, tan sólo la esperaba a ella.


Y, finalmente, cuando entró en el plató, mi miedoso corazón al fin pudo suspirar tranquilo. Y aunque aún faltaba mucho para que me hiciera con la escena, tras dedicarle una sonrisa satisfecha porque ella hubiera venido a verme, le lancé el guion que tenía entre las manos y me preparé para el espectáculo.


—Luces, cámara… ¡y acción!




CAPÍTULO 114

 


Un año después



Había pasado un año desde que abandoné la idea de que el hombre del que me había enamorado siguiera existiendo. Un año desde que volví a casa para lamer mis heridas e intentar proseguir con mis sueños. Un año en el que había vuelto a un trabajo como representante y agente de jóvenes promesas cinematográficas para el que no estaba cualificada y a otro como camarera durante los fines de semana para ganarme unas buenas propinas con las que poder terminar mis estudios, así como, por supuesto, a mi papel como madre, que en ocasiones dolía cuando veía a Romeo hablar con su padre por teléfono o cada vez que contemplaba en él los pequeños gestos que me recordaban a Pedro.


Un año en el que había perdido mi pasión como guionista y mis escritos ya no me llenaban, tal vez porque el protagonista para mis historias ya no podía ser él, y mis personajes no cobraban vida y la historia no avanzaba, quedándose estancada, como siempre había hecho la mía propia cuando él no estaba a mi lado.


Pedro me había roto el corazón de una decena de maneras distintas, hasta que ya no pude perdonarlo más ni creer en sus palabras. Y, aun así, mi estúpido corazón no había aprendido la lección y seguía acelerándose cuando lo veía en alguna nueva revista, en la pantalla del cine o en la televisión.


Esa última noche en la que me permití amarlo para luego poder borrarlo de mi mente para siempre no había salido como yo pensaba, porque, aunque ese hombre representó su papel y actuó para mí, enseñándome al tipo encantador que todas las mujeres de Hollywood conocían, eché de menos al imperfecto hombre que únicamente yo conocía. No obstante, cuando éste apareció al final de la noche, tuve que huir de él antes de recordar cuánto lo amaba y perdonárselo de nuevo todo, incluso lo que no tenía perdón.


Me había costado mucho dejarlo atrás, me estaba costando una eternidad olvidarlo y, cuando comenzaba a borrarlo de mi mente, me ocurría que un hombre encantador, que siempre coqueteaba conmigo y que al fin se había decidido a pedirme una cita, era arrojado al callejón por un malhumorado pelirrojo al que conocía demasiado bien.


—¿Qué? Sólo estaba ayudando a tu tío a deshacerse de los quejicas — anunció Gustavo mientras yo reprendía con mi severa mirada su comportamiento.


—Ese hombre no se estaba quejando, sólo me estaba pidiendo una cita.


—Pero se quejaría en cuanto lo rechazaras.


—¿Y si no pensaba rechazarlo?


—Entonces estarías cometiendo un gran error, porque los dos sabemos que, aunque quieras negarlo, ya tienes a un idiota que ocupa todo el espacio de tu corazón. No intentes sustituirlo con otro que nunca podrá llenar ese lugar.


—No sé qué haces aquí, Gustavo, pero estoy demasiado ocupada como para oírte hablar de tu amigo. Cualquier otra persona estará encantada de conversar contigo sobre el gran Pedro Alfonso, pero yo no —dije intentando evitarlo mientras proseguía mi camino por las mesas, tratando de tomar nota a mis clientes, que huían en cuanto Gustavo les dedicaba una de sus miradas. Así que, suspirando con resignación, finalmente me volví hacia el taimado pelirrojo para escuchar lo que tenía que decirme.


—He venido a invitarte a la última interpretación de Pedro Alfonso.


—No, gracias. Ya he tenido bastante de las maravillosas actuaciones de Pedro Alfonso de por vida. No pienso ir a ninguno más de sus espectáculos —me negué. Y, aunque no muchos pudieran ignorar a ese muro próximo al metro noventa que se interponía en mi camino, yo simplemente lo esquivé.


—Pero ésta está hecha especialmente para ti —insistió Gustavo, colocando en mis manos un pase para los estudios de Hollywood junto con un billete de avión, algo que yo no dudé en devolverle.


—Las actuaciones de Pedro siempre me hacen demasiado daño, así que prefiero contemplarlo desde lejos.


—¿No es eso lo que siempre haces, Paula? ¿Por qué no das un paso adelante y lo contemplas más de cerca? Tal vez te sorprenda todo lo que ha llegado a aprender…


—No me interesa cuánto haya mejorado Pedro Alfonso en su interpretación, Gustavo…


—No te he dicho que el que ha mejorado haya sido el actor… Paula, conozco vuestra historia desde el principio, y si algo puedo asegurarte es que te arrepentirás toda tu vida si no acudes a esta cita en la que puede que, al fin, encuentres al hombre que amas.


—Si algo me demostró mi última visita a Hollywood es que ese hombre no existe.


—¿Estás totalmente segura de ello? —inquirió Gustavo con ironía, haciéndome dudar mientras agitaba el pase y el billete de avión ante mis ojos, retándome a averiguar la verdad.


Me sentí tentada de cogerlos, de volver junto a ese hombre y ver la última actuación que tenía preparada para mí. Pero, al recordar lo que me había dolido la última vez en que caí en esa tentación, cerré los ojos y negué con la cabeza, ignorando al molesto pelirrojo.


Gustavo no insistió, pero tampoco se fue del bar de mi tío, donde permaneció todo el rato hablando de su amigo lo suficientemente alto como para que yo pudiera oírlo. Nunca dijo su nombre, pero cada vez que mis oídos captaban sus palabras, yo sabía que estaba hablando de Pedro. Lo que la prensa no contaba, lo que los chismes tapaban o lo que algunos ocultaban, su amigo lo contaba en voz alta, y yo sabía que las historias de ese pelirrojo que nunca había sido muy hablador iban destinadas a mí.


Según Gustavo, Pedro se había dedicado a su trabajo hasta agotarse, había caído enfermo y eso había retrasado la película, una película que él solamente quería acabar cuanto antes y que finalmente habían terminado en el tiempo indicado a base de pura cabezonería.


El escritor continuó indicando que su amigo había dejado de asistir a las típicas y escandalosas fiestas de la meca del cine y que ahora sólo hacía acto de presencia en algunos eventos promocionales muy escogidos en los que aparecía brevemente para luego huir a su apartamento a lamerse las heridas por todo lo que había perdido.


Gustavo insistió en que las hermosas mujeres que siempre lo rodeaban en Hollywood habían quedado descartadas rápidamente cuando Pedro comenzaba a compararlas con otra que, aunque tal vez no fuera tan hermosa, siempre tendría guardada en su corazón. También manifestó que las breves conversaciones que Pedro mantenía con su hijo le parecían insuficientes, y que, cada vez que colgaba el teléfono, se lamentaba por no estar a su lado.


—Finalmente, a pesar de encontrarse rodeado por una multitud, en lo único que puedo pensar cuando veo el cansado y desolado rostro de mi amigo es en…


—… lo solo que está… —terminé por él cuando pasé por su lado, sin apenas proponérmelo, porque yo me sentía igual de solitaria desde que lo abandoné.


—Bueno, como ya he contado todo lo que tenía que contar sobre ese lamentable actor al que aún se le resisten las escenas de amor, sólo me queda pagar esta cerveza y marcharme —dijo Gustavo en voz alta para que lo oyera antes de dirigirse hacia la salida.


Por unos instantes, estuve tentada de detener sus pasos, de ir tras él para preguntarle por Pedro o incluso de aceptar su oferta e ir a comprobar por mí misma cómo se encontraba él. Pero, recordando todo el daño que Pedro me había hecho, me mantuve firme. Aunque no supe cuánto tiempo podría hacerlo, pues mi decisión comenzó a tambalearse cuando vi lo que ese maldito pelirrojo me había dejado como propina.


—Serás… —lo maldije mientras mis manos temblaban al recoger el pase para los estudios y el billete de avión que llevaban mi nombre para contemplar una última actuación de ese hombre que, fuera buena o mala, no dudaba de que me llegaría al corazón.